Este funesto 2021 se va y en sus estertores conozco la triste noticia del fallecimiento de Esperanza Albarrán (Zamora 1933). Quizá su nombre, de entrada, no les diga nada, pero en cierta manera es la responsable de que yo haya desarrollado mi vocación periodística. Era profesora de griego clásico en el Instituto San Isidoro de Sevilla. Incluso ya jubilada acudía a diario a la calle Amor de Dios a poner orden en su biblioteca y documentos. Vivía y defendía la enseñanza pública como una suerte de sacerdocio laico, con una pasión desmedida por sus alumnos. La enseñanza del griego y de la cultura helenística sufría ya en mis tiempos de bachiller un gran menosprecio general, como el que padecen actualmente todas las disciplinas humanísticas. Auguraba un futuro muy funesto en ese sentido. Sus predicciones se han cumplido al dedillo. Estaba muy preocupada por los planes de estudio que constantemente bajaban el nivel de exigencia de los alumnos. 

Recordaré siempre que no solo enseñaba griego, sino que su magisterio era moral. Alertaba de todas las pequeñas decisiones personales que tomamos a diario y que tienen enormes consecuencias en el mundo. Para ella se empezaba copiando en un examen y se acababa robando al prójimo. Fue rebelde y nada acomodaticia con el poder político y docente en momentos en los que serlo era jugarse el cuello. Pudo tener un futuro fácil en la universidad, donde comenzó dando clases, pero se decantó por la enseñanza en un instituto, por compromiso docente. Le horrorizaba la concepción de la universidad como ‘fábrica de profesionales’. Fue siempre muy exigente con sus alumnos, pero a la vez muy cercana. Miles de ellos la hemos recordado en la intimidad como responsable de haber forjado nuestro sentido crítico para ejercer nuestra vocación con libertad. Recibió la Medalla de Sevilla, pero siento que se merecía mucho más. Se ha ido sin hacer ruido, como los verdaderamente buenos