El otro sábado, en mitad de la discoteca, cuando la noche más apretaba, y justo antes de romper el remix de Myke Towers, vi a un grupo de chicas acercarse hasta un espejo. Flotaban pisando el suelo de tal manera que tuve que agarrarme a la copa por miedo a caerme. Me alejé de mis amigos y me escondí detrás de una columna. De repente, se miraron y comenzó el ritual. Un ritual de gestos, de movimientos insultantemente medidos y sincronizados. Una coreografía ejecutada con la perfección del que ya ha estado allí antes. Un baile de esos para los que ya no hay primeras veces.

Permanecí absorto, con miedo a que me descubrieran y, al desconcentrarlas, un movimiento de su mano no encajara con la parte de la letra en la que una de ellas le manda a la mierda a él.

En ese baile todo encaja de una manera enfermiza. Treinta segundos de actuación. No fueron más. Acabaron, se miraron y volvieron a flotar. Fui corriendo a la barra, solté la copa y en una servilleta pinté el diez más grande que pude para que ellas lo vieran.  

¿Dónde coño han aprendido a bailar así?, le pregunté a uno de mis amigos. ¡Un challenge de Tik-Tok! Saqué el DNI de la cartera y justo ahí, al lado de la letra pequeña, confirmé mis sospechas: estaba fuera de la película. No sabía de qué me hablaba.

Antes de irme para casa, ya en el coche y con la calefacción muy alta, intenté recordar la letra que identifica a los de mi generación y no la encontré. No sé a quién pertenezco, pero tengo muy claro que antes no existían estos equipos de baile sincronizado en las discotecas. Antes eran otros rituales y otras maneras. No sé si mejores. No sé si peor.

Yo he salido de fiesta con un único movimiento de baile que, a día de hoy, todavía me acompaña. He jugado con los tazos, he sido cazador Pokemon, he coleccionado cromos de Ediciones Este, he comido muchos Cheetos Pandilla y he visto Gran Hermano...

Recuerdo a Mercedes Mila hablando de aquel experimento sociológico que trajo de cabeza a media España y que, como todo, después de la primera vez ya nunca volvió a ser igual. Nunca es dos veces el mismo amor, dice Fitzgerald.

Y masticando esta resaca acabé en Coria. En una Isla en cuya orilla había banderas verdes y blancas. Hasta allí me fui para vivir, desde dentro, mi propio Gran Hermano. Un experimento sociológico con parte de la afición del Cacereño en mitad de un derbi. No era una pista de baile, pero en esa grada improvisada también existían grupos perfectamente sincronizados. Estos no bailaban, pero su mensaje me resultó igual de hipnótico: ¡Cobos, echa el equipo pa’lante! ¿Con dos delanteros, Cobos? ¡No tienes ni puta idea, Cobos!

El baile de estos no dura treinta segundos, dura todo el partido, toda una temporada, y es digno de ver.

Si el equipo empieza sin Yael ni Barba, el entrenador es un «cagao», pero si termina con todo lo que tiene en el terreno de juego, al equipo le falta orden. Nunca están conformes. Son eternos profesionales en eso de reconocerse insatisfechos. Se aplauden y se dan la razón los unos a los otros.

Yo, desde mi barrera, les miraba, igual que a ellas: absorto y con una firme idea: si Cobos no existiera, habría que inventarlo.

*Periodista