El carnaval ha sido siempre un rito catártico por el que la gente se liberaba por unos días del yugo cotidiano bailando y bebiendo, burlándose de todo, invirtiendo los roles sociales y pasando olímpicamente de las convenciones, la ley y el orden. Diríamos que el carnaval es lo más parecido que puede haber a una rebelión sin serlo, es decir, siéndolo de un modo puramente estético o simbólico (lo que al final, por cierto, no hace sino perpetuar lo establecido, pues la gente, tras el desahogo carnavalesco, suele volver al redil satisfecha y escarmentada).

Ahora bien, ese viejo carnaval ritualmente subversivo ya no existe. Y casi que menos mal, porque en él la gente se desmandaba de veras, dando rienda suelta a la violencia y las pulsiones más primarias sin disfraz alguno. El carnaval que celebramos hoy en nuestras calles está, por el contrario, complemente domesticado, y es poco más que una ceremonia naíf sin otro desmadre que el de desfilar a juego, cantar unas letrillas ingeniosas (siempre del mismo modo – pocas fiestas más conservadoras y envaradas que el carnaval actual –) y salir de cañas con más disciplina de lo corriente (¡Si los que participaban en las saturnales, las misas de locos o las fiestas de esclavos levantaran la cabeza!)

Esta laxitud del carnaval actual tiene, por cierto, su explicación. Las viejas celebraciones dionisíacas tenían que contrarrestar unas condiciones de vida muy duras y un ejercicio del poder aparentemente más estricto que el que soportamos hoy. Pero ojo, no es que ahora el poder y el orden sean realmente más laxos; todo lo contrario, son más imperativos que nunca, pero lo son amablemente y sin que apenas nos demos cuenta. Y son así de amables gracias, precisamente, a que vivimos en una suerte de «carnaval» perpetuo y al ralentí, de manera que podemos evadirnos del yugo que nos sujeta, reírnos de él, soñar que no lo tenemos o fingir que nos saltamos sus normas, sin salir de la ficción mediática o los mundos virtuales que nos entretienen y evaden cada día tanto, al menos, como nos conforman y controlan. 

Frente a la mascarada perfecta del festival mediático (del que la política, como vemos estos días, es parte insustituible), el carnaval de antaño no tiene ya nada que ofrecer. Si las verdaderas carnes tolendas consisten en invertirlo ficticiamente todo, ¿qué otro desparrame carnavalesco puede competir con el que nos ofrecen hoy los medios, redes y plataformas digitales? ¿Qué puede hacer sombra a sus fábricas de mitos, sus catálogos de máscaras, perfiles y personajes, sus posibilidades casi infinitas para la burla, el postureo, el alterne, la subversión figurada o el linchamiento regenerativo? 

Es difícil imaginar cómo podríamos salvar al carnaval de las calles y plazas del de las webs y los servicios de entretenimiento a domicilio. Planteo, no obstante, una sugerencia, no sé si muy loca, para celebrar una inversión o mascarada mucho más profunda y subversiva que la que producen los «late shows», los videojuegos o la adicción a las series. 

Si el carnaval ha de celebrar lo infrecuente y darle la vuelta a todo, ¿por qué no llevamos la fiesta al límite?

A ver, si el carnaval ha de celebrar lo infrecuente y darle la vuelta a todo, ¿por qué no llevamos la fiesta al límite? Por ejemplo: en lugar del estruendo con que agredimos normalmente a los demás – debido no a nuestra «alegre y latina forma de vivir» sino a la más absoluta falta de consideración por los otros –, en nuestro carnaval podríamos disfrazarnos de personas educadas, capaces de hablar sin dar voces y de divertirnos sin tener que exhibir (por impotencia cerebral) la potencia sonora de nuestros bajos en garitos, coches tuneados o plazas públicas. ¿Qué les parece?

Otro ejemplo: en vez de burlarnos de las costumbres e ideas de los demás y arder de indignación cuando toca reírse de nuestras sacrosantas manías, creencias y tontunas idiosincráticas, podríamos hacerlo al revés, o reírnos de todo, como es lo propio a un carnaval serio.

Otra idea. Como es corriente no respetar las normas más que cuando interesa hacerlo, ¿qué tal si durante los días de carnaval nos comportarnos de forma más íntegra? Para algunos políticos y la ciudadanía que los vota, esos días representarían un auténtico desahogo tras meses de estresante subordinación al imperio de los peores deseos.  

Finalmente, y para salir de la rutina carnavalesco-mediática, ¿y si en vez de emborracharnos y ahondar en la inconsciencia habitual, invertimos las cosas y nos regalamos una experiencia más consciente de todo lo que nos rodea? Por ejemplo, a través de una sesuda reflexión acerca de la enorme y engañosa mascarada de la que formamos, seguramente, la peor parte. 

¿Les gusta el proyecto? Ser educado con los demás, reírnos de nosotros mismos, comportarnos siempre de forma honesta y llevar una vida más reflexiva y consciente; dadas las circunstancias, todo eso sí que sería, y triste es decirlo, una auténtica fiesta de carnaval.

*Profesor de filosofía