Opinión | Con permiso de mi padre

Dejemos que arda todo

Reconozcan que de un tiempo a esta parte lo que es la sanidad tiene un atasco importante, tanto que hasta las derivaciones a la privada están paradas

Sanidad.

Sanidad. / EL PERIÓDICO

Algunos días dan ganas de decir «se acabó, finito, chimpún, me rindo». Porque hay momentos en los que parece que nada de lo que trabajamos tiene sentido y que todo es esforzarse en vano. Que da igual lo bien o mal hecho, que cumplas o no, porque el resultado va a ser el mismo. Y no me quejo ahora como una abuela cebolleta por los tiempos pasados que siempre fueron mejores. En realidad, esto va de lo que debió ser y nunca fue, y que cada año va a peor. Cuando nos dicen que lo secuestrado por los impuestos va, sobre todo, para educación y sanidad, hay quien pone cara de «por supuesto» y se queda con su «conciencia social» satisfecha, creyendo que así cumple con lo que se debe.

Pero reconozcan que de un tiempo a esta parte lo que es la sanidad tiene un atasco importante, tanto que hasta las derivaciones a la privada están paradas, y no entremos en cómo se le vieron las costuras y las vergüenzas, hace ahora cuatro años, a aquella que algunos llamaban «la mejor sanidad del mundo». Y nos permitimos el lujo de hacerla universal y gratuita (¡ja!) para todo el que la pida, con sanitarios (¡qué palabra más lamentablemente evocadora!) que, tras años de estudios y preparación, encadenan contratos por días ¡por días!

Respecto a la educación, siento decirles que no es que actualmente titulen más alumnos porque aprendan mucho o el sistema sea genial; es que ahora todos pasan de curso incluso sin aprobar, para desesperación (o no) de los docentes y regocijo de tantos padres obsesionados por la titulitis pero pasotas respecto a lo aprendido.

Si quieren también les comento lo de las infraestructuras: vivo en una región tercermundista en la que cada viaje en tren es una aventura abierta a infinitas posibilidades, el 90% de ellas catastróficas. No se invierte en mantener lo que ya tenemos, porque los sueldos de asesores, las prebendas de políticos y los observatorios y chiringuitos se comen todo lo que aportamos, que es mucho más de lo que imaginan. Y pretenden cobrarnos por el uso de las autovías.

A su sueldo, bocado porcentual. A su piso, pagado con mucho esfuerzo, IBI y catastrazo. A su coche a plazos, matriculación y rodaje. Al tabaco, impuesto. Al alcohol, impuesto. A las bebidas azucaradas, impuesto. A todo lo que compran, iva. Y así vamos restando y restando hasta quedarnos bajo mínimos, porque el Estado tiene que sacar tajada de todo, que hay un elefantiásico sistema que mantener y miles de paguitas que conceder para asegurar los votos.

Y sí, hay días que dan ganas de echarse al monte y dejar de pagar y de ser parte del engranaje. Un huerto, tres gallinas y un cochino. Total, no creo que las pensiones lleguen a la siguiente generación. Y es que no veo a ningún político buscando soluciones que no pasen por exprimir un poco más a los que producen y aumentar su cohorte de mantenidos.

Ojalá algún día seamos capaces de plantarnos. «Hasta aquí», y que se vaya todo al infierno, mientras nos bebemos una botella de licor casero destilado en casa, escondido y a salvo de inspectores de hacienda y de sanidad.