La vía para la reforma de nuestra Constitución no parece que esté expedita. Tampoco se adivina fácil ni rápida. Los trámites en la subcomisión parlamentaria languidecen ante el poco interés que demuestran algunos partidos. Por lo pronto, los padres de la Carta Magna no han insuflado demasiado entusiasmo en sus comparecencias en el Congreso. Tampoco se demanda como una prioridad por el pueblo español. La propuesta de reforma vino motivada por la necesidad de ofrecer una alternativa al secesionismo catalán. Pero a los soberanistas ese pastel no les tienta.

Las modificaciones esenciales de nuestra ley fundamental requieren ciertas mayorías. Y no parece que exista consenso ni voluntades confluyentes entre los partidos constitucionalistas para decidir por dónde deben ir los cambios. Tampoco a los populistas les seduce una renovación constitucional. Además, la idea de una España plurinacional no ha tenido mucha aceptaciónciudadana. Ni se ve con buenos ojos, por las desigualdades que se generarían, un Estado federal asimétrico. Cuando vamos a una convergencia con Europa para convertirnos en un espacio más unido y solidario, resulta incomprensible que pretendamos seguir troceando competencias y levantando tabiques territoriales.

Es lícito aspirar a convertirnos en un Estado plurinacional, pero dejando claro que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español. La nación siempre debe estar subordinada al poder soberano del Estado. Y si ya tenemos un problema de secesión sin haber permitido el alumbramiento de naciones, es fácil adivinar lo que ocurriría si posibilitásemos que todas o algunas de nuestras comunidades autónomas se definieran como nación.

La reforma debe basarse en la voluntad mayoritaria de los españoles de cambiar el modelo político para dotarse de un nuevo estatus de convivencia. En tanto no exista esa demanda mayoritaria no es aconsejable proceder al cambio.