Tras las fiestas navideñas en las que, como una lapa, llevamos adherida la palabra exceso, hacemos, por regla general, balance del pasado año y propósitos para el nuevo. Aunque, si somos realistas y sobre todo sinceros, la vida nos recuerda diariamente nuestra efímera existencia, que tratamos de obviar como si eso la pudiera evitar. Más si cabe, desde que llegó la pandemia a enseñarnos la futilidad de los planes a largo plazo y la fragilidad de los deseos.

Hemos terminado el año viejo pidiendo. A S. Pancracio, a Dios, a la Virgen y a todos los Santos que nos toque la lotería (aun conociendo las prácticamente nulas posibilidades) o, en su defecto, salud, que es lo más importante. Por pedir que no quede: un cuerpo diez (antes que una mente diez, normalmente); aprobar el curso; que cambien las cosas; las personas;…, sabiendo de sobra que el cambio empieza por uno mismo. Pero… contra el vicio de pedir, la virtud de no dar.

Y, también, hemos empezado el año nuevo pidiendo a SS.MM.RR.MM. que cumplan nuestros sueños. Cuando el mejor regalo es convertirse en Magos y ofrecer a cada persona lo que necesita (que no siempre coincide con lo que pide) y, como dijo Unamuno, soportar luego la ingratitud.

Se nos da genial pedir, aunque a algunos nos cuesta mucho, la verdad, pero deberíamos de ver si, además, estamos dispuestos a dar (y a recibir), siendo conscientes de que sembrar no significa recoger y a todos nos gusta recibir algo de vez en cuando. Sé que tan difícil puede resultar una cosa, como la otra, porque como escribe A. Grandes en Los Besos en el pan: hay que ser muy valiente para pedir ayuda, pero hay que ser todavía más valiente para aceptarla.

Es un hecho que no damos lo que deberíamos, empezando por nosotros mismos, pues no nos amamos ni bien, ni suficiente. Quizá el secreto está en que: sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar (El principito (1943), A. de Saint-Exupéry) y dar, sin esperar nada a cambio, pues dar para recibir, no es dar, es pedir. 

Malacostumbrados a regalar símbolos materiales de lo auténticamente importante (mal endémico de nuestra consumista sociedad), olvidamos la felicidad del generoso intercambio recíproco de sentimientos en forma de muestras de admiración, amistad, cariño o amor verdaderos.

Dediquemos más tiempo a pensar en lo que podemos dar y darnos. A escuchar el deseo de alguien querido que, sin pedírtelo, te ofrece la ocasión de cumplírselo y recibir, ambos, el mejor de los regalos.