Las alambicadas disculpas que el jueves, a través de la agencia de noticias católica Zenit, pidió el obispo lefebvrista Richard Williamson no han convencido, o no han engañado, según se mire, ni a la comunidad judía ni al Vaticano. Mudo al embarcar en Argentina, de donde fue expulsado, y mudo al aterrizar en Londres, donde le esperaban decenas de cámaras y micrófonos, Williamson trató de zanjar la polémica el jueves pasado sin dar la cara: "Puedo decir que lamento el haber hecho estas declaraciones --dijo en referencia a su andanada negacionista--, y que si hubiera sabido con antelación todo el daño y las heridas que han provocado, especialmente en la Iglesia, pero también a los supervivientes y seres queridos de las víctimas de la injusticia bajo el Tercer Reich, no las hubiera hecho".

"A todas las almas que quedaron honestamente escandalizadas por lo que dije, ante Dios, les pido perdón", añadió el prelado. El Vaticano, por decirlo en términos coloquiales, no mordió el anzuelo. Por medio de su portavoz, Federico Lombardi, el Estado pontificio le recordó a Williamson que lo que se le exige es que se distancie "de forma inequívoca y pública de sus posiciones sobre la Soah". La aparente retractación es en realidad "genérica y equívoca".

Muy rápido ha reñido la cúpula de la Iglesia a Williamson. No es extraño. Lejos de caer en el olvido, el monumental error que supuso levantar la excomunión a tan controvertido lefebvrista persigue a Benedicto XVI como si de las 10 plagas de Egipto se tratara. Cuando parecía que la tormenta amainaba, Argentina decidió expulsar al obispo. La polémica, pues, renació, y no porque Williamson añadiera nada más a lo ya dicho, sino porque en esta controversia la pelota estaba y sigue estando en el tejado vaticano.