TNto tiene ningún mérito que te guste Cáceres en primavera, cuando la ciudad estalla en fiestas y colores, y Cánovas se vuelve más una pasarela que un paseo. No tiene mérito amarla en otoño. Es fácil que te gusten las calles rojizas al atardecer, o la lengua sin fuerzas del sol dejando resbalar su luz de oro sobre las paredes de la parte antigua. O la lluvia de invierno, que convierte Cáceres en una sala de estar acogedora e íntima, aunque llena de vida, como si la habitara una familia numerosa. No se puede amar a tu pareja solo cuando está arreglada, antes de una cena. Se necesita agosto para saber si tu amor sobrevive al desaliño del recién levantado, a la pereza de unas calles que aún huelen a campo, y se pierden en plazuelas antiguas donde los árboles entienden el lenguaje de las fuentes. No es sencillo buscar vida ni rastrear señales en el hierro ardiente de los balcones. Las persianas bajadas y las piedras con olor a pan recién hecho no invitan al paseo; pero existe una lujuria oculta en la oscuridad de los recibidores, un latido que se despertó al alba. La noche se despereza lentamente al ritmo de los niños que vuelven de las piscinas y las aceras se llenan de pasos encendidos. El verano en Cáceres trae un aire de pueblo entre verbenas de barrio y sillas en la calle, jazmines y pasiones adolescentes que dejan el corazón caliente y el invierno frío. Existen muchas vidas escondidas bajo el calor. Ha llegado septiembre y todo vuelve a ordenarse en los armarios, pero queda ese rumor de ciudad sin río y sin paseo marítimo, aunque con olor a verano estallando en todos sus rincones. Y de verdad, merece la pena.