Por qué plato matarían ustedes? ¿Matarían por algún otro o solo matarían por ese? ¿Solo uno? Un solo plato de toma pan y moja. Un solo plato que nos redima de tanto lugar común, de todo lo simplón, que nos haga el momento memorable, la estancia placentera y el recuerdo imperecedero. De eso se trata al fin y al cabo. Al menos, uno al día. Por ejemplo, Hervás.

De niño iba con mis padres al Sokoa, mi primer restaurante, o uno de los primeros; envuelto en la bruma del olvido, viene a mí siempre que algo lo evoca. Tendría yo no más de seis o siete años. Doy por cierto que el trato era atento y cortés. La chaquetilla blanca de aquel camarero, al que Dios tenga en su gloria, el caldo en invierno y papá y mamá.

El caldo en Hervás lo sirven maravillosamente en La Andalusa (sic). Un lugar sorprendente, cálido y acogedor. Sorprendente porque la andaluza resulta ser rubia y espigada como una walkiria y porque el caldo, que se anuncia a un euro cincuenta sin pincho, resulta que luego, sin aumento de precio, viene preñado de una excelente tapa de tortilla y pimiento de padrón. Sorprendente también porque entre fotos de toros y toreros, hacen profesión de fe rojiblanca. En Hervás hay mucho león suelto (de San Mamés, por supuesto). Estaba yo, como ustedes barruntarán, ya a estas alturas, feliz cual lirondriz.

Hervás en invierno tiene el encanto en temporada alta. Los bares de la Corredera, las tiendas de la calle Relator González. Es difícil salir adelante en la España de adentro, pienso.

A Hervás el turismo le ha hecho algún siete. Le ha dejado alguna barrabasada en cemento, pero, en compensación, le ha dado algo de vida y un ramillete de restaurantes notables. El Almirez, por ejemplo. Humilde por fuera, acogedor por dentro. A un paso de la Plaza de la Corredera. Unas pocas mesas, una terraza simpática para cuando el tiempo lo permita y un servicio de sobresaliente. Hay una edad para el deslumbramiento, para el estreno; en el vivir, en el amar y hasta en el comer. Hay una edad para el fogonazo. Pero con el paso de los años la mayor sorpresa está en descubrir a quienes son capaces de hacer extraordinario lo ordinario todos y cada uno de los días. Tan sencillo y tan difícil. Si lo suyo son los locales maqueados a la última, si lo suyo es ver y ser visto, no es su restaurante. Si, por el contrario, gusta de comer bien con la familia, en un ambiente agradable, está de enhorabuena. Una carta de vinos suficiente y buen rollo a la hora de descorchar por copas. Una carta de platos sin alardes, pero también suficiente, donde priman las referencias a la tierra y cierto gusto por presentarlas con aires renovados. Eché en falta algo de cuchara, pero por gentileza de la casa me sirvieron una crema de calabaza que agradecí en lo que valía. Mucha seta y mucha familia con niños. Todos (los niños en especial) magníficamente educados. Parte de la felicidad. De primero tomé unas bolitas de queso frito sobre setas de temporada. Bonitas al ojo. Pero la otra parte de la felicidad la trajo el cabrito al estilo de Hervás. Para matar por él. Una caldereta ligera de pimentón para untar sin medida. Generosa la ración de cabrito. Magnífica la montaña de patatas. Tiene mérito hacer de lo ordinario algo extraordinario. Por algo tienen el reconocimiento de Michelín, Repsol y hasta de Trip Advisor. No se equivocan. El Almirez, en Hervás, tiene el calor de las muy viejas y muy honradas casas de comidas.

Hasta el postre fue memorable, tanto por su presentación como por sus sabores. Pasión de chocolate le llaman a un bizcochito con chocolate líquido y una bolita de helado. Dentro del comedor tuve la añoranza del Sokoa, al salir, la satisfacción de haber acertado.