Un capricho de la naturaleza me ha llevado a la mesa de un quirófano. Me han sustituido la válvula aórtica. Médicos, familiares y amigos se encargaron de comerme el coco. Nada. Una operación muy sencilla. Es verdad que te tienen varias horas con circulación extracorpórea, pero es muy fácil. También es cierto que te abren el esternón, no sé si con un taladrador, de arriba para abajo, pero es pan comido. Pero nadie se ofrecía voluntario para sustituirme.

La anestesista me lo advirtió. "Durante unos días va a estar como si hubiera subido y bajado tres días seguidos al Everest". Que traducido a ´catovi´ quiere decir subir y bajar noventa mil veces seguidas a la Montaña. Demasiadas novenas me parece a mí. Bueno, pues tenía razón la doctora. Y un gran sentido de la ironía porque una vez en la planta me aseguró: "Nosotros ya hemos hecho lo que debíamos y ha salido bien. Ahora la recuperación depende de usted". Y me dieron una cosa parecida al café y unas galletas sin sal, sin harina y creo que hasta sin galleta.

Puesto que ni los mismos médicos se fían de la salubridad de los hospitales, me enviaron a casa a los pocos días. Si andaba estaba cansado, si me sentaba estaba cansado, si me acostaba estaba cansado. A lo largo de unos interminables quince días no veía la luz, pero he aquí que de repente una mañana comprendí que había dado un salto cualitativo y la mejora de mi salud resultaba espectacular. Y no es que fuera la conclusión de unos análisis clínicos, ni de una exploración médica, ni que me hubieran cambiado la medicación. Sencillamente se trataba de que mi mujer me echó la bronca, la primera en un mes, por una chorrada. Eso era buena señal. Estoy deseando volver a la normalidad. O sea, tres broncas diarias.