Lo siento si alguien se da por aludido, o quizás no, pero como cacereño que presumo de mi tierra allá por donde voy, no quiero ni debo seguir tragando saliva y mirando para otro lado al ver la inacción de nuestros políticos ante la proliferación de actos vandálicos cometidos en nuestra ciudad.

Ahora no voy a entrar en la vergüenza que debería dar a quienes suben los impuestos indiscriminadamente para hacer frente a los destrozos de unos niñatos que campan a sus anchas y asolan lo que encuentran a su paso, como si estuviéramos en el viejo Oeste, en vez de poner las fuerzas de seguridad a disposición de los ciudadanos honrados y honestos, y proteger con la contundencia que sea necesaria (sin complejos ni demagogias populistas) el patrimonio cacereño, que no es sólo nuestro, sino de toda la humanidad.

Lo que sí quiero denunciar hoy es el deterioro que, a pasos agigantados, está sufriendo Cáceres gracias a la indolencia (casi parálisis) política y a la nociva permisividad policial (ordenada o no) a la que antes me referí. Precisamente ahora que tratamos de presentar la capital en sociedad y mostrarla al mundo entero.

A menudo los cacereños nos preguntamos, apenados, qué ha sido de aquella ciudad amable y hospitalaria, pequeña, rica y diversa, entrañable y sorprendente. Indudablemente faltaban comodidades y hasta elementos de primera necesidad, pero todos, absolutamente todos, estábamos orgullosos de ser cacereños, de nacimiento o de adopción.

Que de las esmirriadas arcas municipales tengan que salir anualmente casi cien millones de las antiguas pesetas, para reponer el mobiliario destrozado por los vándalos, es algo que debería hacer reflexionar a mucha gente, sobre todo a quienes administran nuestros fondos. No están los tiempos para dilapidar el dinero ni fomentar el gamberrismo y la delincuencia.

Aviso a navegantes, los cacereños estamos hartos de pagar impuestos municipales desproporcionados con respecto a los servicios que recibimos. El dinero que están tirando a la calle (nunca mejor dicho): para fumigar orines y reponer farolas, bancos y papeleras, deberían dedicarlo a instalar una buena red de videocámaras por toda la ciudad. Con ello conseguiríamos, como mínimo, eliminar la impunidad y tal vez recuperar la magia de la ciudad. Sólo así podremos convencer a la gente, y a nosotros mismos, de que verdaderamente aspiramos a convertirnos en la capital de la cultura.