Se ascienden las escaleras hacia el Real Convento de San Francisco Javier, mole inmensa, solemne y estática. Un observador sagaz se dará cuenta de dos detalles importantísimos. El estilo dieciochesco jesuítico --que combina elementos barrocos y neoclásicos-- y el volumen del edificio no cuadran con la tónica arquitectónica general de la ciudad intramuros, aunque las grandes intervenciones que tuvieron lugar en aquella centuria dejaron trazas sobre los antiguos palacios (especialmente decorativas, aunque la abertura de vanos se comienza a efectuar en esas fechas), puesto que, en la mayor parte de los casos, las estructuras principales se mantuvieron.

La segunda cuestión que llama la atención es que la iglesia está al revés del resto de las antiguas, Santa María, San Mateo, Santiago, San Juan o Santo Domingo. Esto es, el ábside se encuentra orientado donde están los pies de las otras y viceversa, como era habitual antes del Concilio de Trento, cuando se orientaban los templos de tal forma que los rayos del sol iluminaran el altar desde el rosetón en la víspera de la celebración del titular. Mistérica religión la nuestra, solar y oriental, en el fondo, por mucho que la camuflen.

Para construir el convento de San Francisco Javier fue necesaria la reordenación de un considerable espacio intramuros. Su origen se remonta al testamento de Francisco de Vargas Figueroa, señor de Mayoralguillo, último descendiente de esta estirpe que profesó como jesuita y que instituyó como heredera de todos sus bienes a la Compañía de Jesús.

Aquí se encontraban sus casas y, así, después de su muerte acaecida en 1698 se comienza a adecuar el espacio para la construcción del convento y colegio, adquiriendo construcciones adyacentes comprendidas entre el Rincón de la Monja, la Casa de las Cigüeñas, la hoy llamada Cuesta de la Compañía por los jesuitas y las Casas de los Golfines de Abajo. Entre ellas --además de espacios de propiedad del Concejo-- estaban los solares de algunos Ulloas, Carvajales, Becerras o Monroys y la Capilla de San Luis, Rey.

Las obras concluyeron en el año 1752 y las trazas se han atribuido a Andrés García de Quiñones. Lo cierto es que fue un garrovillano, Pedro Sánchez Lobato, maestro de obras muy apreciado en el Cáceres de la época en que se realizó la obra y que simultáneamente reformaba la catedral de la diócesis.

Ni qué decir tiene que el clero, las órdenes religiosas y parte de la nobleza, con el obispo de Coria a la cabeza de todos ellos, se opusieron a la venida de los avanzados jesuitas a la villa, lo que se entendió como un peligro verdadero para las cerradas costumbres de los cacereños.

La iglesia presenta una fachada en hache, con dos torres y frontón, siguiendo el prototipo establecido por la compañía desde Il Ges¹ romano. La portada se concibe como un retablo de dos cuerpos, en el segundo de los cuales se dispone la imagen del santo titular y las armas reales, como testimonio de su condición de real convento.

Su interior es de planta de cruz latina con bóvedas de medio cañón y cúpula de media naranja en el transepto. El interior es del gusto dieciochesco, encalado, con un gracioso retablo estofado sobre el que destaca el lienzo de San Francisco Javier de Paolo Manfei.

Dos patios principales

Al convento y colegio, actualmente propiedad de la Junta de Extremadura, se accede a través de la puerta neoclásica contigua a la fachada. El aspecto que confiere al exterior es magnífico y compensa su enorme volumen con la equilibrada disposición de los vanos. Alterna la cantería, la mampostería y el ladrillo, y se organiza en torno a dos patios principales, ambos de amplias dimensiones. La escalera principal es soberbia en traza y en medidas, y su aljibe posee unas descomunales dimensiones.

Pocos años estuvieron en Cáceres los jesuitas para alegría y alborozo de los muchos intransigentes de la villa, ya que en 1767, como de todos es sabido, el rey Carlos III ordenó la expulsión de la compañía de todos sus reinos. Los aires de modernidad que trajeron los jesuitas dejaron poca huella en este Cáceres donde tan poco gustan los cambios y se desconfía de lo que viene de fuera.

Los franciscanos se hicieron cargo del colegio, pero pronto se vieron desalojados, se instituyó como sede de Reuniones Conciliares, Instituto. En este lugar se situó la primera universidad que tuvo Extremadura allá por el año 1839, pero que se abolió en 1841 y se convirtió, definitivamente, en el Instituto el Brocense.

Ya en el pasado siglo se habilitó en él la residencia femenina Luisa de Carvajal (la poetisa mística del siglo XVI) y hoy es sede de los Servicios Territoriales de Cultura. La iglesia se entregó a los Padres de la Preciosa Sangre, que vinieron a Cáceres tras la donación que les hizo otro noble, el Marqués de Ovando, pero de eso hablaremos en otro paseo.