Un día, al comenzar la clase de religión, Don Casimiro anunciaba la fecha de los ejercicios espirituales. Era la primera noticia de que llegaba la Cuaresma. Durante tres días, muy gráficamente, trataban de convencernos de que nuestras andanzas nos conducían inexorablemente al infierno, un lugar que describían con tal lujo de detalles que te mantenían acongojado durante unas horas, y necesitábamos una conversión si deseábamos ir al cielo a pasar la eternidad tocando un arpa. Los ejercicios no eran exclusivos de los estudiantes pues se programaban para todas las edades, sexos, profesiones y condiciones sociales. Poco tiempo después se presentaba mi padre en casa con unos papelitos. Eran las bulas que había comprado en el obispado y que permitían a los adultos, previo pago de unas pesetillas, saltarse el ayuno y la abstinencia exigida todos los viernes de cuaresma. Pero ese privilegio no te eximía de comer garbanzos pues te los ponían en el potaje aunque acompañados de alubias, acelgas y bacalao. Resultaba un manjar delicioso en aquellos tiempos. Porque lo del ayuno y la abstinencia era un rito que cumplía mucha gente incluso superando con ingenio la casi imposibilidad de comer pescado fresco.

Ya lo decía un cura zamorano a su grupo de feligreses. "No busquéis excusas para no hacer abstinencia. Nada da carne. Y si en el pueblo no se puede comprar pescado, haced lo mismo que mi criada y yo que nos agarramos a los huevos".