A veces creo que una de las cualidades más negativas y censurables de nuestros paisanos, adquirida trabajosamente a través de los siglos en un proceso imparable de involución fisiológica, es la ‘desactivación neuronal’ del cerebro --‘pereza mental’ la llaman otros-- que caracteriza la escasísima voluntad de la mayoría de los españoles para articular pensamientos, cambiar conceptos erróneos o modificar costumbres, tradiciones y creencias, con las que muchos de nuestros paisanos ancestrales se han opuesto siempre, a veces violentamente, a las innovaciones y adelantos que vinieran del exterior.

La mejor prueba de esta actitud de holganza conservadora es que se siga llamando Península Ibérica al territorio que habitamos, cuando ya hace más de tres mil años que los iberos desaparecieron de esta soleada península.

Todos conocemos y sufrimos la testarudez ‘cazurra’ de algunos ayuntamientos de varios pueblos para conservar ‘viejas tradiciones’ --quizá las únicas que ‘inventaron’ sus antepasados durante siglos-- que son verdaderas salvajadas perpetradas contra animales muy útiles; que nos brindan su trabajo y sus productos tan solo por tenerlos y alimentarlos. Pero que sus dueños ‘recompensan’ destinándolos como víctimas de ‘becerradas’, ‘corridas’, ‘vaquillas del aguardiente’ y otros espectáculos degradantes para divertir a los vecindarios insensibles en los pueblos más retrógrados de la geografía patria.

Goya lo denunció una y otra vez en sus grabados y litografías; como en ‘La Tauromaquia’ o en ‘Los Toros de Burdeos’. Los círculos ‘ilustrados’ también censuraron y rechazaron estas costumbres atávicas de incultura y sadismo. Pero las ‘atrofias neuronales’ se convirtieron en ‘aberraciones sociales’; pasando a ser leyes en tiempos de los gobernantes más ineptos de nuestra pasada historia.

También son muestra de ‘pereza mental’ las no menos absurdas tradiciones de desperdiciar miles de kilos de tomates, miles de hectolitros de vino, u otros productos alimenticios que nos arrojamos unos a otros como sucia y pringosa diversión; mientras en otras latitudes padecen penurias y carencias familias enteras, que podrían paliarlas con los sustentos que se esparcen, entre risas y bufonadas, por calles y plazas de las localidades que los producen.

Ni siquiera la caridad que deberíamos mostrar frente a los refugiados huidos de las numerosas guerras provocadas en Oriente Medio o en el centro de África, mueve a los huertanos y vinateros a ceder lo que les sobra de sus cosechas para enviarlo hacia Siria, Iraq, Uganda o Sudan; y socorrer con sus sobras las graves necesidades de aquellas gentes.

Quizá, los mismos síntomas personales de la ‘pereza mental’ afecten también a nuestra sensibilidad solidaria, a nuestra consciencia de seres humanos o al mismísimo sentido de la historia que nos ha hecho ya olvidar a los españoles que, no hace mucho, fueron nuestros padres y abuelos los que tuvieron que exiliarse por causa de una cruel guerra fratricida --la cual ya hemos traspapelado en nuestra memoria-- que obligó a cientos de miles de españoles a buscar refugio en otros países como Francia, México, Argentina, etc. Pero allí fueron recibidos con los brazos abiertos y con el cariño que ahora nosotros negamos a los que nos piden auxilio.

¡Dad y se os dará! Dice un axioma evangélico. Pero la ‘pereza mental’ nos ha dejado ya sordos y ciegos.