He leído recientemente un artículo de Francisco Mora, profesor de fisiología de la Universidad Complutense de Madrid, donde afirma que “la siesta es algo para lo que el ser humano está genéticamente programado”, evita el estrés, recupera la actividad intelectual, favorece la circulación sanguínea, enaltece deseos carnales y concede descanso al cerebro.

Quizás estas cuestiones sean desconocidas, en su dimensión científica, para la mayor parte de los mortales, que sentimos la necesidad de pegar una cabezada que clausure de manera definitiva la sobremesa. Que sería de la cacareada marca España sin la siesta, ese momento de sueño dulce, después del gazpacho y el tinto de verano, que nos recupera para afrontar el resto del día y parte del siguiente. Echarse la siesta es una necesidad vital y casi de carácter biológico en la España árida, donde los calores abrasan al más valiente que se eche a la calle durante las primeras horas de la tarde, hasta que el sol empieza a ocultarse por el oeste.

En territorios de veranos tropicales, como la mayor parte de Extremadura, el tiempo de siesta ha estado protegido desde la propia administración que, llegado el estío, publicaba el bando del silencio, por el cual se prohibía emitir en las calles ruidos estridentes o vocerío, desde las 2 hasta las 4 de la tarde, tiempo respetado para la modorra y el descanso.

En mi niñez de los años 60 del pasado siglo, la siesta era de obligado cumplimiento, no se podía pisar la calle, porque a esas horas, según nuestros mayores, sólo transitaba gente rara y hasta peligrosa, los que no tenían donde dormir la siesta. Dentro de las casas, donde al aire acondicionado ni existía ni se le esperaba, el rey de la siesta era el ventilador removiendo el aire cálido, su ruido permanente era el único sonido que invadía el interior de los hogares.

AUNQUE siempre había formas de saltarse las horas de siesta, a hurtadillas y aprovechando el sueño de nuestros progenitores, para buscar rincones sombríos del barrio, donde nos juntábamos cada tarde los muchachos para protegernos de las tórridas temperaturas y planear alguna ruta, que nos conducía como mínimo al río Guadiloba, donde nos esperaban, después de una larga marcha, una serie de charcos donde mojarnos la culera y poco más. Los fines de semana se cambiaba de plan, principalmente el domingo que era el día que dejábamos de lado las rutas cercanas al barrio por la Ciudad Deportiva, donde estaban las únicas piscinas públicas que había en la ciudad, a las que concurríamos después de inscribirnos en el sindicato vertical y obtener el carnet para entrar en susodichas piscinas y disfrutar del agua, los trampolines y el ambiente festivo que se respiraba en su interior.

Los días de siesta fueron compañeros de viaje durante los eternos veranos de nuestra niñez, tiempo de bicicletas, de sonidos de chicharra y baños clandestinos, que compartíamos con clases particulares, si habíamos suspendido alguna asignatura para septiembre. Aun así, eran veranos diferentes, insólitos y callejeros, para chiquillos que vivíamos las vacaciones entre la siesta, los caminos y el barrio, lugares donde nos sentíamos libres, aunque sólo fuese durante los ardientes calores de la villa.