De una manera o de otra, todos buscamos ser felices. Se podría decir que la llamada a la felicidad es una vocación a la que el ser humano no puede renunciar y que todo lo que hacemos es para alcanzarla, aunque poca gente pueda decir que lo ha conseguido plenamente. Ramón Pérez de Ayala decía: «Gran ciencia es ser feliz, engendrar alegría, porque sin ella toda existencia es baldía”». Efectivamente, ser feliz y saber engendrar alegría llena la vida y le da sentido. Sin felicidad y alegría, la vida se vuelve baldía, carece de fuerza y anda perdida.

La escritora francesa George Sand afirmaba en el siglo XIX que «no hay verdadera felicidad en el egoísmo». Y es que felicidad y amor van juntos, son inseparables. No se encuentra una persona egoísta que sea verdaderamente feliz mientras que en las personas generosas enseguida se descubre una alegría especial.

El escritor latino Publio Siro decía que «quien solo vive para sí está muerto para los demás». Es seguramente una de las mejores definiciones de egoísmo: «estar muerto para los demás». Cuando caemos en la idolatría del «yo» -cosa que ocurre con frecuencia- damos paso al sacrificio del otro. El egoísmo no permite compartir, solo piensa en acaparar, caiga quien caiga. En cambio, la generosidad significa: desde tu «yo» vivir para los demás. Quien vive para los demás experimenta una gran alegría, porque precisamente ve revalorizado su «yo», sirviendo a los otros.

El egoísmo conduce a la pobreza moral, mientras que el amor al otro y la generosidad son una fuente de vida y de felicidad. De ahí que las causas altruistas y desinteresadas ayuden a nuestra realización personal y que la verdadera amistad solo sea auténtica y permanente si se nutre de generosidad y de apertura al otro. Del egoísmo puede provenir el placer, pero no la felicidad. Nuestra felicidad proviene de hacer felices a los demás.