En una ciudad pequeña y hermosa, había una vez una vieja calle, llamada Rincón de la Monja, que era fruto, según los expertos, de tres culturas, aunque bien sabía ella que su condición era debida a la necesidad de comunicación y acercamiento entre personas de muchas culturas que ningún impedimento veían en su empinado trazado, causa de la orografía, pues servía a mayores, jóvenes y niños andando o corriendo, según sus fuerzas, al tránsito de caballerizas y carros en un tiempo muy cercano, al paso de ciclistas que la tomaban tanto de arriba a abajo, como de abajo a arriba, al circular de automóviles sin imponer ningún tipo de peaje... Todo esto la mantenía jovial y contenta con su suerte en su concepción de ser utilizada por todos y para todos.

Un día se encontró estropeada por el transcurso y paso del tiempo, el uso y la gran cantidad de aguas de correntías.

Soñó una noche tranquila del mes de marzo que sería la envidia de la ciudad si se engalanara con grandes y hermosas piedras a lo largo de todo su cuerpo, transformando su esbelto y sinuoso plano con un gran número de collares que escalonasen abundantemente su figura. Toda ella se vio convertida en una larga escalera. Contenta con su nueva apariencia, coqueta, esperó ver cumplimentada su nueva figura con su única función, esperó ser utilizada por persona mayores, jóvenes, niños andando o corriendo, según sus fuerzas y estado de ánimo, ser tomada por jóvenes ciclistas que recorriesen su estructura de arriba a abajo, sentir el paso de los cochecitos de los niños empujados y guiados por sus padres, ser recorrida por automóviles, motocicletas... Pero algo no funcionaba, las personas mayores, las minusválidas, los ciclistas, los padres con las sillas de sus niños, la rehusaban, la miraban y s daban media vuelta con caras de enfado, en busca de otra calle más amable y sin tanta joya escalonada. Había perdido su función vital por aparentar y poseer más y más.

Entre sudores y sobresaltada, y una vez recompuesta del susto que le produjo el sueño, nuestra vieja calle se alegró de no tener tantas escalinatas ridículas en su recorrido, fruto de su avaricia y codicia, y se dispuso a disfrutar de todas las personas que la tomaban y utilizaban como la vieja calle comunicativa que era y quería seguir siendo.