En Luxemburgo se respira calma. Un sábado de octubre las calles están llenas del frío del invierno de España y vacías de gente, que prefiere refugiarse en pequeños restaurantes con encanto del centro y pubs de música francesa. Algunos toman vino, otros cerveza, los menos, champán. Nada baja de tres euros, excepto el café.

En la capitalidad cultural europea del 2007 viven cerca de 90.000 habitantes, casi los mismos que en Cáceres, pero la población se duplica a diario con los que acuden a trabajar de municipios de la periferia, donde la vivienda es más asequible que la media de 1.300 euros del alquiler de un apartamento en la capital. 10.000 funcionarios de la Unión Europea tienen su empleo en esta ciudad, en un nuevo barrio cerca del aeropuerto. Son los mejor pagados junto a los empleados de los 150 bancos con sede en el Gran Ducado de Luxemburgo --una monarquía constitucional gobernada por el primer ministro Jean-Claude Juncker, del Partido Popular Social Cristiano, de centro derecha--. No ir a votar cada cinco años acarrea una multa.

Alemanes, belgas y franceses les siguen en salario, con una media de 2.700 euros mensuales por cabeza. El mínimo interprofesional, que en España no llega a los 600, en Luxemburgo supera los 1.500. El paro apenas alcanza el 5%. Pero el oro no reluce por todas partes en este antiguo país de campesinos, uno de los centros de las instituciones europeas al albergar las sedes del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y el Tribunal de Cuentas Europeo o la Secretaría General del Parlamento Europeo. Y es que la mitad de la población es extranjera --el conglomerado de nacionalidades está encabezado por la comunidad portuguesa, el 14% de la población total, que no supera el medio millón en todo el territorio--. Ninguno puede permitirse el lujo de vivir en la capital, donde los bancos tienen los mejores edificios.

No hay policías por ninguna parte, ni siquiera frente al palacio del Gran Duque de Luxemburgo en el centro de la ciudad, ahora sede institucional, donde el último cambio de guardia se ha producido a las seis. Sí son visibles las cámaras de seguridad en muchas esquinas. A la calma de las calles se une la placidez de sus restaurantes. Coquetos, con la iluminación adecuada y confortables, su personal es amable y profesional. El centro, con una selección de tiendas de marcas de alto standing , ha disfrutado de una fiesta popular con aguardiente y zumos de manzana.

La segunda vez

¿Y la capitalidad? ¿Dónde se nota el título que Luxemburgo comparte junto a Sibiu en Rumanía? En las calles más comerciales, las exposiciones o museos pueden verse las figuras en hierro del reno azulón que sirve como logotipo de la capitalidad, la segunda vez tras la que disfrutó en 1995.

Junto a las regiones fronterizas de Renania Palatina (Alemania), Lorena (Francia) y Valonia (Bélgica), Luxemburgo ha conseguido implicar, con un presupuesto de 45 millones de euros solo para programación cultural y márketing, a sus vecinos. Del exterior, a media hora en coche, entran a diario en el país 150.000 personas a trabajar.El transporte --por tren y autovías con atascos a la entrada de la capital-- es clave para una de las ciudades con mayor desarrollo en la UE. Un abono mensual, que permite viajar en cualquier medio, cuesta 45 euros y merece la pena si se tiene en cuenta la necesaria paciencia para superar el tráfico denso de entrada y salida que se producen a primera hora de la mañana y tras la siesta en España. En Luxemburgo las oficinas y el comercio ya han cerrado a las seis de la tarde y en ningún restaurante del centro se puede cenar a las diez. No hay coches de baja gama en el parque móvil y los niños aprenden alemán y francés, además del luxemburgués, con sonido germano, y es fácil hacerse entender en inglés.

La riqueza turística

El turismo --principalmente alemán y holandés-- no pasa de una noche en la capital. Es fácil conocerla en un solo día y tiene en el Grund, un barrio de casas antiguas y rehabilitadas junto al río que parte la ciudad, el centro de referencia. Está lleno de tabernas elegantes, las calles limpias y coloreadas de ocre y rosa, en lo que fue la zona más pobre de la ciudad y donde alquilar o comprar ahora una vivienda es casi imposible. Sus calles empinadas, empedradas y llenas de vida con terrazas en el otoño luxemburgués --las mínimas bajan hasta los 10 grados bajo cero en enero-- hacen de la noche una invitación a perderse por ellas. La capitalidad también quiere ser ese reclamo para siempre.