Los domingos te daban la paga. Un real. O sea, un capitalazo para la época. En Cáceres, te permitía comprar un cubilete de pipas e invitar a toda la pandilla. A veces preferías el palacazú, el regalí y el pirulí de la Habana. O hacer girar la ruleta para conseguir un buen premio en barquillos.

Si además de goloso eras curioso, comprabas unos caramelos que venían envueltos en un papel con una leyenda: ¿Qué le dijo?. Por ejemplo, uno que era un poco verde: ¿Qué le dijo un queledijo a una queledija: Pronto tendremos queledijines. Pero para dulces las bambas de la Estila, las de crema y las de nata.

Y si llegaban los calores tenías la oportunidad de refrescar las tragaderas con unos polos de la pastelería Isabel con olores y sabores naturales que aún perduran en tus sentidos, y mucho mas ricos que los de la Polá.

Cánovas ya era Cánovas. O sea, el lugar del paseo y el encuentro durante el buen tiempo. No había tantos quioscos, pero sí vendedores ambulantes. El mas vocinglero era el Gallo, que paseaba sus patatas fritas en una gran cesta y las vendía en unos cucuruchos de papel que fabricaba allí mismo.

A pocos pasos de el aparecía un hombrecillo tocado de un gorrito blanco mucho mas hábil pues llevaba otra cesta con una sola mano en postura acrobática y pregonaba: ¡Al rico parisién! Otro ofrecía delicias marinas como quisquillas y cangrejos.

Desgraciadamente, por muy ahorrativo que fueras, al anochecer ya no te quedaba ni un céntimo para el resto de la semana y debías encomendarte a la abuela o camelarte a la madre.

Aunque lo mas rentable era sisar unas perrinas cuando te enviaban al ultramarino a comprar fideos, malta o bacalao seco.

O acercarte al Chato el de los metales que practicaba el intercambio y por un trozo de metal te proporcionaba golosinas.