Durante estos días, recibimos en nuestro centro a alumnos y profesores de la ciudad de Colomiers en Francia. Casi sin preverlo, partido a partido que diría aquel, hemos llegado a la décimo octava edición de un intercambio escolar que comenzó gracias a una casualidad, y por el que han pasado unos cuantos centenares de alumnos.

Más allá de la complejidad y meticulosidad que supone organizar de este tipo de eventos, -por supuesto no remunerados, por supuesto poco o nada reconocidos- prevalece el convencimiento demostrado de los beneficios que proporcionan a nuestros alumnos. Si usted piensa, como yo, que viajar y leer son dos condiciones principales para la formación de una persona; si usted cree, como yo, que leer y viajar contribuyen decisivamente a huir de dogmas y convicciones inamovibles; si usted atribuye, como yo, beneficios terapéuticos al fomento continuo de la curiosidad, del conocimiento, del arte, de la historia, comprenderá muy bien lo que digo. Y puedo asegurarle, tiene usted mi palabra, que una actividad de este tipo enseña todas esas disciplinas… y alguna más.

Así, las visitas culturales -bien elegidas, bien planificadas, bien trabajadas- se complementan con aspectos esenciales en la educación de los adolescentes; entre ellos puedo citar por su importancia el concepto de grupo, el respeto por lo distinto y el aprendizaje de distintas formas de mirar las cosas, además de esos otros en los que usted está pensando.

Pero si hay alguna enseñanza particularmente importante en todo este asunto, es la tolerancia, la importancia de ponerse en el lugar del otro, la decisión innegociable de argumentar escuchando y de escuchar argumentando. Por eso, cuando alguien presume de convicciones firmes e inamovibles, -que, en mi opinión, no son sino un eufemismo retrógrado de la peor de las vanidades- siempre pienso en la medicina apropiada para tan rancia enfermedad, y siempre llego a la misma conclusión.

No sé qué pensará usted, pero yo tengo el convencimiento de que los mayores tenemos la responsabilidad, entre otras, del comportamiento de nuestros jóvenes, de su formación, de enseñarles el mundo como es. Y ese empeño tan difícil, pero tan decisivo, es la primera misión de los docentes; lo demás son adornos.