La ruta comienza cada día frente al cementerio. Francisco y Félix llevan un rato esperando con el resto del grupo, una mujer y un par de hombres más. Aguardan sentados en el adoquín de la acera o de pie. Charlan como viejos amigos y cuando ven aparecer la furgoneta, se organizan para subir a ella.

El metabús , nombre popular con el que se conoce a las unidades móviles de reparto de metadona, hace su primera parada minutos después de las tres y media de la tarde. "¿Qué tal estás hoy, Francisco? ¿Con la dosis de ayer bien?", quien pregunta es María Victoria Boticario, la médico de la unidad y jefa de este programa de atención a heroinómanos.

Boticario ha dejado su asiento junto al conductor y ha subido al dispensario móvil que ocupa la parte trasera del vehículo. "Es como un pequeño consultorio. No sólo les damos la metadona, sino que a algunos les llevamos su tratamiento de VIH o hepatitis, controles médicos, les curamos heridas o les orientamos en consultas que nos hacen", explica.

El interior de ese consultorio móvil lo componen dos asientos, un mostrador con el dosificador de la metadona líquida y estanterías en las que la médico ha dispuesto botellas con agua mineral y un paquete de vasos pequeños de usar y tirar.

300 kilómetros al día

Cada día hace la misma operación. "Llevo diez años, los que cumplió la unidad en abril. El vehículo ha cambiado de vez en cuando, también el conductor --hoy es Pedro--, pero yo sigo. Me encanta este trabajo, siempre me gustó tratar trastornos de la conducta y trabajar con drogodependientes". Reconoce que a veces "las condiciones de trabajo son duras". La ruta es de lunes a viernes, recorre unos 300 kilómetros diarios con paradas en doce pueblos y cuatro en la capital. A pesar de ello, "es muy gratificante trabajar con estas personas ", asegura.

Boticario no necesita repasar el listado de pacientes y dosis que lleva consigo. Los conoce a todos y les saluda por sus nombres. Se interesa por su estado o sus problemas mientras les sirve el fármaco mezclado con agua. La metadona es amarga y alguno la endulza con sacarina. Otros prefieren su sabor acre para notarla cuando la toman.

Detrás de cada dosis hay una vida quebrada por la heroína. "Media vida", dice Francisco S., un madrileño de 43 años. Ha subido en la primera parada, como cada día desde hace dos años. Tiene mujer, dos hijos y una hipoteca que pagar. Si no fuera por su pasado desgastado por las drogas sería un ciudadano corriente. Aún sufre recaídas. "Es como un resfriado, no sabes cuándo te va a atacar. Hemos aprendido a vivir con ello".

La metadona le permite trabajar. "Me quita el quebradero de cabeza de buscarme la vida para ir a pillar". "No sé por qué empecé --declara--. Un día te das un festín como en Nochebuena y, de repente, quieres que todos los días sean Nochebuena y comer marisco". Félix, un cacereño de 42 años, le escucha y asiente. "A mí me gustaba, como el tabaco", confiesa.

Victoria Boticario detalla que actualmente la mayoría de toxicómanos fuman la heroína, sólo un 10% se la inyectan. "Sufren trastornos de conducta asociados al consumo de sustancias aditivas. Son otros enfermos más. Algunos, cuando están con metadona, se hacen adictos al alcohol o al juego”

La médico afirma que es consciente de la incomprensión social hacia estos recursos sanitarios para drogodependientes. “Mucha gente piensa que nadie les mandó inyectarse nada, así es que no habría que atenderlos. Si fuera así, deberíamos hacer lo mismo con los fumadores cuando van al médico, por ejemplo, con una bronquitis, ya que ellos sabían que se metían un tóxico en los pulmones”. Por eso rechaza la marginación social que sufren los toxicómanos.

Tampoco quiere decir que la metadona sea la panacea. “No elimina la delincuencia, pero sí la reduce. Es un primer paso para que dejen las drogas. Sin el síndrome de abstinencia pueden trabajar, recuperan a la familia y poco a poco reducen el consumo de heroína y empiezan a plantearse dejarla”.

El metabús pone rumbo a Casar. Allí efectúa su segunda parada. Tres hombres y una mujer beben sus dosis y se van. Siempre hay más hombres que mujeres. “De cada 10 toxicómanos, ocho son hombres”, confirma Boticario. Esa proporción se repite en cada punto en que recala la unidad. En muchos, no hay ninguna mujer.

Las historias personales invaden la furgoneta al mismo ritmo que los vasos usados llenan la papelera. No todos quieren hablar o identificarse. Las conversaciones son precipitadas por la premura del tiempo. José Pedro R., de 43 años, uno de los veteranos del programa –lleva 10 años- cuenta que “si volviera a nacer intentaría hacer las cosas diferentes, ya no se puede”.

Vidal, de 34 años, sentencia que el problema es que “la droga es ilegal y el alcohol, no. Por eso nosotros estamos marginados”. Vidal trabaja en un invernadero propio y dice no arrepentirse. “La droga no me ha impedido hacer nada, el problema es que soy muy viciosos”, reconoce.

Sin embargo, Ángel Garrido, de 34 años, está convencido de que su vida hubiera sido distinta si las drogas no hubieran entrado en ella. “Habría estudiado, sería un trabajador normal, viviría con mi mujer y mis dos hijos y no habría pasado por la cárcel. Me destrozó la vida”.

También Carlos Hernández, de 36 años, “hubiera podido ser ingeniero”, dice. Aprobó el primer curso, pero nada más. A los 13 años empezó con el hachís y a los 20, quiso comprar cocaína y, como no había, decidió probar la heroína. Lleva 9 años con metadona. Su adicción no le impidió pasar 7 años en las fuerzas profesionales del Ejército como cocinero. “La hepatitis me obligó a retirarme, aunque con una pensión que me da para vivir con mis padres”.

Consumo ocasional

Boticario declara que muchos pacientes “hacen un uso recreativo de la droga. La toman ocasionalmente fines de semana o fiestas, pero no a diario”. La atención con metadona no prohíbe el consumo. “Ése no es el objetivo, sino reducir su daño”, aclara Boticario.

Junto a Carlos está Pasca, encofrador jubilado de 64 años. La primera droga que probó fue la grifa en la Legión. “Volví al pueblo y empecé con la heroína”, relata. Su hijo de 31 años no quiere saber nada de él. “Entre en la metadona porque pensé que o dejaba las drogas o acababan conmigo”. Ahora, además de la indeferencia del hijo, le pesa la marginación que sufre en el pueblo. “¿Por qué nos tratan tan mal? He vivido 40 años enganchado y nunca estuve en la cárcel”.

Juan Pedro López, 38 años, siento lo mismo. Está deseando marcharse a la campaña de recogida de fruta en Zaragoza para dejar atrás las miradas que le estigmatizan en su pueblo. “La metadona vino a salvarme. Victoria me abrió los ojos”, narra. “Empecé por los amigos, el ambiente… y no pude parar, hasta que me di cuenta de que no podía más”.La furgoneta acumula una hora de retraso debido al tráfico, las entrevistas y algunos casos a los que Boticario debe dedicar más tiempo. Las paradas convenidas se sitúan en zonas apartadas de viviendas, aunque eso no evita las quejas vecinales. Suele cumplirse un horario casi fijo y la tardanza de hoy inquieta a los pacientes.

Al divisar Cáceres, casi ha oscurecido. En Aldea Moret aguarda impaciente el grupo más numeroso. De ahí, la unidad enfila hacia las proximidades del centro de bomberos y después al parque del Rodeo. Caras de toxicómanos conocidos de la ciudad se mezclan con las de anónimos obreros en mono de trabajo. La médico se despide de todos hasta mañana. El viaje termina a las diez de la noche. Mañana comenzará de nuevo frente al cementerio.