Un eslogan turístico de los tiempos del apartheid proclamaba que Suráfrica era "el mundo en un solo país". Un lema pensado en la diversidad de paisajes que jalonan este maravilloso territorio en el que conviven el desierto y la selva subtropical, que cerca de altas montañas donde a veces nieva hay interminables playas vírgenes pobladas de palmeras, y tanto se ven los africanos baobabs como unas suaves colinas cubiertas de viñedos de reminiscencias europeas. Los surafricanos están convencidos de que viven en el país más bello del mundo, y aunque sea una apreciación muy subjetiva, digamos que tienen todos los elementos necesarios para merecer un puesto en el podio.

Y no solo alberga todos, o casi todos, los paisajes naturales del mundo sino también los humanos. Lejos del tópico, este no es solo un país de blancos y negros. Desde la época en que era colonia inglesa se han establecido importantes colonias indias, malayas y chinas transportadas a la fuerza para cultivar las plantaciones de té y construir las líneas del ferrocarril y que se han ido mezclando con las poblaciones locales, aportando su grano de arena a una diversidad única de colores y aromas.

Como Beverly Hills

Pero Suráfrica es también un planeta Tierra en miniatura por otras razones no tan bucólicas. Sin salir tan siquiera de Johanesburgo es posible viajar desde el primer mundo más opulento a la miseria más propia de los países más empobrecidos.

Sandton, su distrito de negocios, se caracteriza por sus grandes rascacielos de cristal y sus centros comerciales llenos de brillo y luces donde se puede comer en los restaurantes más exclusivos y comprar la ropa de las marcas más caras. Los barrios que lo rodean se considera que tienen el porcentaje de piscinas por habitante más grande del mundo tras Beverly Hills. Coches de último modelo se desplazan por la moderna autopista que separa Sandton --a solo un par de kilómetros-- de Alexandra, un violento y pobre suburbio habitado por inmigrantes de toda Suráfrica y del continente.

Entre la trama de calles llenas de agujeros y basura se levantan miles de chabolas de cartón y lata. Y aquí aún tienen suerte y llega la luz eléctrica, el agua corriente y el alcantarillado. En decenas de otros lugares similares del país hay que hacer cola para usar una de las letrinas comunitarias. En medio de la ciudad aparecen los carros tirados por mulas. El paro y la pobreza marcan la vida cotidiana. Es como tener Estados Unidos al lado de Somalia. Suráfrica ya es el país más desigual del mundo y concentra todas las contradicciones de nuestra época.

Asesinato de Terre´blanche

Con esa descripción, es fácil imaginar que Suráfrica es un país explosivo, pero otro hecho contribuye a incrementar, más si cabe, la tensión social. El asesinato, hace apenas dos semanas, del dirigente supremacista blanco Eugene Terre´blanche ha recordado al país sus heridas mal curadas. La salida pacífica del régimen del apartheid ahora hace 15 años se consideró casi un milagro. Y no de forma gratuita. Fue una de las transiciones más complejas del siglo XX y debía superar, además del cambio político, el antagonismo total que sentían respectivamente las comunidades blanca y negra.

A punto estuvo aquello de acabar en un baño de sangre de magnitud inimaginable, pero "contra todo pronóstico" --como le gusta recordar al periodista y analista político Allister Sparks--, Suráfrica es hoy una democracia consolidada, con una amplia libertad de expresión y de prensa, un poder judicial independiente y un sistema de partidos y una Administración que funcionan.

También ha desaparecido la violencia política que convulsionó el país durante la primera mitad de los años 90 y la Constitución salida de aquellos pactos es aceptada y reconocida por todo el conjunto de fuerzas políticas.

Pero en aquellos años convulsos se dejó para más tarde la transformación económica que permitiera aliviar la pobreza en la que vive la mitad de la población surafricana. Una decisión que hoy pasa factura en forma de tensiones y miedos, además de la vuelta de la desconfianza entre blancos y negros. Los primeros se sienten incómodos bajo un Gobierno de la mayoría negra, muchos creen que se ha ido demasiado lejos en las transformaciones y que ahora son ellos los oprimidos, y no es raro oír expresiones como "los buenos viejos tiempos" para referirse al apartheid , aunque nadie quiera realmente su vuelta.

Para los negros, la democracia no ha supuesto una mejora sustancial de las condiciones de vida --salvo para una minoritaria pero pujante clase media-- y crece el sentimiento de estafa. Prevalece la idea de que los hijos de los "ladrones", de los colonizadores que llegaron un día y les robaron la tierra han logrado quedarse con el botín. "Vencimos el apartheid , pero ahora no podemos disfrutar de nuestro país", resume Eddie con amargura mientras conduce su taxi. Y él tiene suerte: es dueño de su negocio, vive en una casa decente y a costa de trabajar duro puede mantener a su familia, pero es consciente de que Suráfrica "es un país muy rico muy mal repartido". Las continuas revueltas --a menudo violentas-- que sacuden los barrios más pobres son una muestra de como la mayoría no ha olvidado el viejo lema de la lucha antiapartheid que decía: "Una vida mejor para todos".

Pese a los numerosos problemas que padece --con el paro, la violencia, la pobreza y el sida a la cabeza-- Suráfrica es un país optimista. Con una economía diversificada y con un crecimiento constante durante 17 años, logró superar la crisis económica a la que fue abocada en las postrimerías del apartheid . En aquel entonces el país dependía casi únicamente de sus casi inagotables recursos mineros y de una potente agricultura intensamente mimada por el Gobierno, muy afín cultural e ideológicamente al granjero blanco de origen afrikáner.

A finales de los años 80 el modelo empezó a agotarse, no solo por el peso de las sanciones económicas y de las huelgas y boicots internos, sino también por la caída de precios de los recursos primarios que exportaba y por la falta de mano de obra cualificada generada por una política que negaba una educación decente para la mayoría negra.

Así pues, al tiempo que construía las instituciones democráticas, el primer Gobierno de Nelson Mandela tuvo que asumir la titánica tarea de reconvertir el sistema productivo. Hoy los sectores de servicios, bancarios y turísticos superan a la tradicional minería, y eso pese al actual boom de los precios del oro y el platino. Despuntan empresas de nuevas tecnologías --el popular sistema operativo Ubuntu es surafricano-- y audiovisuales, y las grandes compañías nacionales, ya normalizadas las relaciones diplomáticas, invierten con fuerza por toda Africa, controlando buena parte de su economía.

Una inversión colosal

Para el Gobierno del Congreso Nacional Africano (CNA), la celebración del Mundial de fútbol en su país --el primer acontecimiento de estas características que se celebra en el continente-- es un reconocimiento de la gran transformación que han vivido, "una integración de Suráfrica en el mundo global, fuera del cual no se puede vivir", según argumentó el presidente Jacob Zuma en su último discurso del Estado de la Nación.

En los últimos años se ha producido una inversión colosal para ponerse a punto para el Mundial, que ha servido de excusa para modernizar --cuando no construir de cero-- carreteras, aeropuertos, centros urbanos, transportes públicos y redes de telecomunicaciones. Sin embargo, desde algunos sectores no se han hecho esperar las críticas, con argumentos como "hay dinero para estadios pero no para lavabos en las escuelas", tal como le explicaba el recientemente fallecido Dennis Brutus, uno de los héroes del deporte nacional.

Pero más allá del dinero, el Mundial representa para muchos una inigualable oportunidad para que los surafricanos se sientan orgullosos de serlo. "Desgraciadamente, aún necesitamos proyectos que nos hagan trabajar juntos --contaba el arzobispo Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz-- y el Mundial es una ocasión para unirnos de nuevo".