El año 2014 comenzó para mí en Arrecife, la capital de la bella isla de Lanzarote. Aquella Noche Vieja, frente al nocturno océano Atlántico, me hice a mí mismo una promesa literaria: no pasaría otro año sin desempolvar las siete viejas carpetas.

Desde mi mudanza a Badajoz, en el año 1999, yo había cargado con cuatro grandes carpetas llenas de viejos poemas y relatos --o intento de ellos--, escritos desde mis once o doce años hasta mi último curso de instituto. Hasta entonces, apenas había revisado aquellas carpetas en cinco o seis ocasiones, casi siempre con una única intención: encontrar algún poema de los primeros que transcribí de mis poetas favoritos. Así, entre mis humildes versos iniciales, casi siempre escritos con bolígrafo azul, grandes tachaduras y mala caligrafía, había estrofas y poemas de grandes poetas como Miguel Hernández , Dámaso Alonso , Antonio Machado o Luis Cernuda , que yo había ido transcribiendo con bastante paciencia y falta de práctica, a golpes de sendos índices, con la vieja máquina de escribir de mi padre, una ruidosa Olimpia, de cinta a doble color, de la que me valía para diferenciar los títulos, en rojo, del texto, en negro.

Terminé mis años de instituto y seguí escribiendo, cada vez con mayor dedicación y convencimiento, haciendo que aquellas carpetas, que guardaba como un tesoro por desenterrar algún día lejano, aumentaran su grosor y su número, alcanzando a contener no sólo poemas y relatos, sino también canciones, fichas de lectura y hasta un principio de novela que, por supuesto, nunca llegué a terminar.

No obstante, seguía sin atreverme a abrirlas más que para alguna búsqueda fugaz, que casi siempre culminaba en sonrojamiento o indiferencia ante pensamientos y sentimientos que alguna vez fueron míos y que ya, en su mayoría, no tenían nada que ver con la persona que era.

En esta época, la vieja Olimpus de mi padre terminó arrinconada en un rincón del cuarto trastero y la primera máquina electrónica, de marca Brother, llegó a mi casa. Me atrajeron sobre todo dos características de ella: la posibilidad de borrado --con lo que prescindía del engorroso uso del corrector Típex-- y el sigilo de sus teclas, que me permitía escribir en el silencio de la noche, mientras todos dormían. En una de aquellas madrugadas, a la luz del mismo flexo rojo con bombilla azul bajo el que aborrecía hacer ejercicios de matemáticas o estudiar inglés, fue la primera vez que me atreví a mecanografiar mis propios poemas y no los de mis maestros.

Pasaron los años, y durante mi etapa universitaria, ya en Badajoz, mi disciplina y quehacer literarios siguieron creciendo, llegando a ganar mis primeros concursos y a participar de los primeros talleres y recitales junto a otros escritores o aprendices de. En mi segundo año universitario, como premio por haber aprobado el primer curso, mis padres me regalaron mi primer ordenador, un Pentium II de marca Hewlett-Packard, el cual me abrió por primera vez la posibilidad de escribir en Works, el gran editor de texto del momento, postergando siempre el decisivo momento de enfrentarme a mis viejas carpetas, que ya eran seis, y que terminaron por ser siete al finalizar mis años universitarios.

Esta es, a grandes rasgos, la historia de mis siete viejas carpetas y las circunstancias por las que las fui cargando de piso en piso, de mudanza en mudanza, siempre con deseos de poner final a aquella procrastinación de más de veinte años y la subrepticia esperanza de asumir el valor y encontrar el momento propicio para enfrentarme a todos aquellos viejos papeles, es decir, para enfrentarme conmigo mismo, con todos los escritores o aprendices de que había sido a mis distintas edades. Aquella noche señalada, en las costas de Arrecife, me hice la promesa. Y el 3 de febrero de 2014 comencé a cumplirla en Badajoz, transcribiendo a ordenador los pocos textos o, a lo sumo, las pocas estrofas de texto, que todavía merecían la pena y rompiendo la mayoría de aquellos viejos papeles (muchos de ellos, apuntes de clases con alguna anotación poética, servilletas o posavasos con pensamientos o versos, y primeros borradores de ideas para las que el tiempo me ofreció mejores momentos y musas más propicias), sin ningún valor ya para mí, cuanto menos para terceras personas.

Pues bien, dos meses y medio después, por fin esta tarde, en Zafra, la misma ciudad donde empezó todo, he terminado de pasar a limpio las últimas páginas, que contenían dos cuentos, un principio de ensayo y varios poemas sueltos, fechados en los años 2004 y 2005, es decir, mi último curso universitario y la época en la que empecé mi actividad musical profesional.

Varias bolsas de papeles rotos y arrugados y la cifra definitiva de cincuenta y cinco páginas salvadas del despojo y transcritas pacientemente a ordenador han sido el resultado de estos dos meses y medio de limpieza y orden intensivos. Un trabajo tan placentero como doloroso en muchos momentos, y que para mí ha significado recordar veinte años de vida, veinte años de intento de vida y, sobre todo, veinte años de errores corregidos y aciertos aprendidos.

He descansado de un largo camino. Sé que otro está por empezar.