Tenía la edad de Juanjo , 12 años. Casi todos los niños de mi clase guardaban sus lápices en una caja de diseño. Era la moda. Llegué a Mérida el viernes y se lo dije a mi madre. Encontró en su cuarto una caja que la recordaré toda mi vida. Ponía Belcor en la tapa. Llegó el lunes en un internado masculino del Posfranquismo. Orgulloso saqué la caja y la coloqué en el pupitre para que toda la clase la pudiera ver. La caja era rosa, tenía varios corazones rojos en el exterior y se la habían dado a mi madre en una lencería cuando fue a comprar sujetadores. Después de lucir mi caja empecé a escuchar un murmullo en clase. En unos segundos vinieron las risas. Y finalmente llegaron los calificativos despectivos sobre mi persona. Por cierto uno de ellos era "marica". Pero dejemos este calificativo para otro artículo. Se acercó mi amigo Pedro que nos sacaba una cabeza a todos y me explicó la gravedad del asunto. No estoy seguro de que Pedro percibiera que la situación era extrema. Mi futuro como persona estaba en juego si no se paraba aquello. Me quedaban más de 5 años allí y sería el débil del internado, el hazmerreír de todos. Cambiaría mi personalidad, me llenaría de complejos. Aunque no lo necesitaba, Pedro se subió a una tarima de madera para desde allí con esa autoridad militar que le caracterizaba decir: "Callaros ya. Al próximo que le diga algo a mi amigo Antonio le doy una ostia". Fue una frase histórica. Y lo fue porque yo creo que cambió mi futuro.

Y esto es sólo un ejemplo de todo lo que en el colegio hizo por mí. Pedro fue mi mejor amigo hasta que se fue a Zaragoza, a la academia militar. Cuando se fue ya había crecido en edad y en madurez. Alguna vez se lo he dicho pero nunca lo he escrito. Gracias Pedro, me ayudaste mucho más de lo que los dos podíamos creer en esa época donde no sabes la transcendencia que tienen algunos actos para tu futuro. Ya te vale mamá. Y tú, ¿has agradecido a tu amigo de la infancia lo que hizo por ti?