Está preparado para recibir a la muerte. Con su pala para cubrir las fosas que él mismo cavó. Es su trabajo, el de Manuel Cano. Unos dos centenares de adolescentes comienzan a surgir entre las tumbas del panteón San Rafael de Ciudad Juárez, unos agonizando en su llanto, y otros ocho en ataúdes dirigiéndose hacia él.

Nunca el enterrador había sentido nada igual. Ni en los dos últimos años, cuando comenzó a tener más trabajo al lanzarse la llamada guerra contra el narcotráfico del presidente de México, Felipe Calderón, y los asesinatos se dispararon: unos 4.500 en una ciudad militarizada donde la media de ejecutados es entre 10 y 15 al día, y sus muertes son noticia por unos minutos u horas, hasta que llega otro asesinato. Y otro.

"Ciudad Juárez está masacrada. Es una ciudad fantasma. Ya no hay futuro", afirma Cano, con 40 años y miles de fosas cavadas desde que hace una década empezó con este oficio. El ataúd de José Luis Piña, de 16 años, está al lado del de su hermano, Marcos, de 19, y estudiante de Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Su madre, Luz María Dávila, una trabajadora de una fábrica maquiladora, se resiste a separarse de sus dos únicos hijos.

Su hermana Patricia grita justicia. La misma que exigió horas antes al gobernador del estado de Chihuahua, José Reyes Baeza, cuando acudió a la calle de la masacre para dar las condolencias y Prometerles que no habrá chivos expiatorios. Y se encontró con unas mujeres con carteles pidiéndole que no mueran más, que no sigan matando a Juárez.

"Usted tiene un guardaespaldas que lo protegen, pero nosotros no tenemos ni dinero para comprar un arma y defendernos", le dijo al gobernador mientras subía a la camioneta blindada sin mirarle a los ojos.

"No queremos caras que no son. Queremos justicia", gritó Patricia Dávila. Es miércoles 3 de febrero en el Panteón San Rafael de Ciudad Juárez y ocho adolescentes de los 16 asesinados el pasado sábado en una fiesta estudiantil están siendo enterrados a la hora del atardecer.

El azul intenso del inmenso cielo de Juárez que cubre las dunas del desierto es hoy de un gris feroz. Pero la lluvia salvaje y persistente que ha azotado durante todo el día desaparece cuando los jóvenes, de entre 15 y 19 años, van a recibir su despedida.

En la calle Villa del Portal de la colonia obrera Villas de Salvárcar (donde el sábado pasado fueron acribillados en tres casas 28 personas durante una fiesta estudiantil y 16 de ellas murieron), las huellas de los charcos de sangre comienzan a borrarse. "Nos han amenazado", afirman varios familiares de las víctimas que prefieren guardar el anonimato. Algunas de estas familias están pensando dejar Ciudad Juárez, uniéndose a los 150.000 habitantes que han abandonado la ciudad, según datos oficiosos, rumbo al interior del país o a EEUU. "Tememos que los sicarios regresen a las casas", afirmó una de las madres de las víctimas: "En Ciudad Juárez uno sale de la casa pensando que no va a regresar. No se puede vivir".