Robinson, un niño haitiano de 8 años con el fémur roto y un pie vendado que desprende un olor putrefacto, gime mientras su padre le sostiene la mano a la espera de que los equipos del Hospital Universitario de La Paz de Puerto Príncipe, uno de los que aguantó el terremoto, empiecen a trabajar. Su cama es un cartón en el suelo.

Han pasado cinco días desde el terremoto, y no hay luz. Va y viene, imprevisible. No se puede esperar, así que el equipo se coloca una linterna frontal sobre la cabeza y arranca. Transmiten profesionalidad y tranquilidad, pese al caos que les rodea.

Un equipo español --mezcla del Samur de Madrid y del Servicio de Emergencias Médicas de Cataluña-- y uno cubano se han hecho con las riendas de los quirófanos. El personal haitiano del hospital --médicos, enfermeras, celadores-- huyó, abandonó a las pocas horas de la catástrofe, completamente desbordados.

Abandono de sanitarios

Alguno ha pasado por el hospital, ha mirado y se ha marchado. Sus colegas extranjeros, más enteros, lo entienden y no les recriminan nada, sabedores de que las primeras horas tras el seísmo debieron de ser algo imposible de soportar.

Es el turno de Robinson. El olor de la herida no es buen preámbulo, y lo confirma el gesto del joven traumatólogo español. "Insalvable", me dice una eminencia cubana en cirugía, Manuel Pascual. La cosa es tan sencilla como amputar o morir. No hay lugar para matices.

A los cinco días del siniestro son precisamente las amputaciones las intervenciones mayoritarias, me explica el anestesiólogo español Josep Maria Soto. Son heridas abiertas que llevan días sin tratamiento, y las infecciones gangrenan los miembros. Si no se corta, la infección generalizada de los órganos vitales en un escenario como el hospital haitiano significa la muerte segura.

Es el momento de decirle a Edigen, el padre de Robinson, que no se puede salvar el pie. No dice nada. Como ninguno de los más de 20 enfermos amputados cada día. Llegan tan mal que solo quieren alivio, pese a perder un brazo o una pierna.

Robinson empieza a perder la conciencia. Entonces, salgo de la sala. A su padre también lo sacan fuera y le dan un plástico, que será la cama del niño en el suelo en el posoperatorio.

En las cuatro salas contiguas, la actividad es frenética. En cada una se cuentan una media de 22 intervenciones diarias. En una se está amputando el brazo de un niño, algo mayor que Robinson, que al entrar me hizo una señal de ok con el pulgar que no podrá repetir. En la otra, se prepara una cesárea. La joven parturienta, sentada en el pasillo y chorreando sangre, gime.

Criba en la entrada

Me asomo a la entrada del hospital y el espectáculo es casi dantesco. Los heridos no paran de llegar y Merche, del Servicio de Emergencias Médicas de Cataluña, se encarga de determinar, en la puerta, quién pasa y con qué urgencia. Labor titánica porque hay enfermos --mejor dicho sus familiares-- agresivos, fruto de la desesperación.

Cuando vuelvo a la sala, me impacta ver a Robinson sin pie. Tenía el fémur roto, así que le han escayolado lo que queda de pierna. Ya en el suelo, en una sala de paso convertida en una habitación de posoperatorio, el niño levanta la cabeza aún medio adormilado y se busca el pie.

Un médico asegura que siente el síndrome del "miembro fantasma", sensación que sufren los amputados cuando creen notar la parte que ya no está.

La cesárea termina, pero el bebé nace muerto. Con vendas y una bolsa de plástico cubriendo la herida acaba el parto. Robinson no tiene pie, pero vive.