Podría sonar a a chiste, pero no es broma. Tiempo atrás, cuando los sumarios judiciales y los banquillos empezaron a llenarse de próceres de la política, la empresa y las finanzas, un estribillo se puso en marcha en los servicios penitenciarios. Si un grueso de los encausados -y ya son manada- acaban finalmente en prisión, ¿deberían diseñarse programas de rehabilitación para corruptos, teniendo en cuenta que la ley penitenciaria prevé que las actividades orientadas a la reintegración social deben adaptarse al condenado? Sí, ya pueden echarse a reír. ¡Iñaki Urdangarín o, llegado el caso, los Pujol, yendo a clases de pensamiento moral y empatía! De momento, no hay nada en marcha; sin embargo, el debate está ahí y arroja, cuando menos, un puñado de interrogantes. Por ejemplo: ¿es recuperable para la sociedad alguien como el expresidente madrileño Ignacio González, que saqueaba las arcas públicas como si no hubiera mañana? ¿Qué medios públicos se han de invertir para este fin? Y, sobre todo: ¿es rehabilitable un corrupto sin cambiar de arriba abajo la sociedad? Médicos forenses, psicólogos, politólogos y penalistas abren fuego en esta rehab de cuello blanco.

Para Eduardo A. Fabián Caparrós, profesor de Derecho Penal de la Universidad de Salamanca y director del máster Corrupción y Estado de Derecho, hablar de programas específicos «para yonquis del dinero» no es ninguna chifladura. Al contrario. «Muchos piensan que la prisión puede intimidar o castigar a quien comete cohecho o prevaricación, pero no puede aspirar a reeducar a quienes pueden tener una educación universitaria o saben utilizar los cubiertos. Sin embargo -mantiene-, esa idea es errónea, porque quien se aprovecha de la función pública demuestra un lamentable déficit de valores sociales». Según el jurista, el corrupto, como «el que roba, viola o asesina», no sabe convivir y, por ello, «es susceptible de intervención, y el Estado debe actuar en ese sentido». Cosa diferente, añade, es qué medios se deben emplear para lograr esos fines preventivos.

El profesor Caparrós, que opina que el programa debería inculcar la idea de que «lo público es de todos y que las autoridades tienen la sagrada tarea de servir a la ciudadanía», recuerda que la evolución del tratamiento penitenciario -permisos de salida, régimen abierto o libertad condicional- también depende del cumplimiento de requisitos que establece la ley. Y el tercer grado (o semilibertad) solamente se puede conceder si el penado «ha satisfecho la responsabilidad civil derivada del delito», especialmente cuando es contra la Administración Pública. O sea: que el incremento de su libertad dependerá de la restitución del botín.

¿Existe entonces un retrato robot de corruptos que pueda servir para diseñar un programa de rehabilitación? Al habla el médico forense Àngel Cuquerella, especialista en psicología y criminología. Más que un patrón común entre personalidades como las de Fèlix Millet y Francisco Granados, el especialista sí advierte algunos tics compartidos. Por ejemplo: un cierto «narcisismo», poca empatía y arrepentimiento, y una gran sed de recompensa inmediata y de sentirse en el puente de mando del mundo. «Se creen impunes y tienen la sensación de estar por encima del bien y del mal».

Es cierto que en este gran pantano, añade Cuquerella, hay personalidades psicopáticas, pero la corrupción está más relacionada con las teorías criminológicas de la oportunidad que con los trastornos mentales. Así, un corrupto sería una persona que ejecuta un cálculo premeditado de los costes y beneficios que implica una acción contraria a la ley o a la ética. En ese deshojar, apunta, pesa la moralidad de cada cual y lo que cada época y entorno dice qué es y qué no tolerable (y convendrán que, como dice Caparrós, «el ambiente se ha hecho irrespirable al escalar en la estructura de la Administración y llegar a los órganos de decisión»). De ahí que el problema de estos perfiles, señala el médico, «no sea la falta de información, sino por qué traspasan las líneas rojas sin dejar de creerse impunes: llega un momento en el que sienten una anestesia moral, dejan de percibir las consecuencias de sus actos».

Por tanto, según Cuquerella, más que clases de ética o moral, lo que debería incluir un posible programa para el crimen premium sería la reeducación en conceptos como empatía, arrepentimiento e inteligencia emocional, y trabajarlos en grupo, desdoblando papeles y haciendo que se pongan en la piel de los perjudicados y frente a las consecuencias de sus actos. El especialista nos deja con dos advertencias. La primera es clínica: la terapia no funciona con personalidades psicopáticas ni en personas con años de reincidencia. Y la segunda, inquietante, apunta a que, según los últimos estudios, las grandes corporaciones actúan cada vez más de forma psicopática: esto es, de forma depredadora y sin empatía. «Así es más fácil que estos perfiles lleguen a puestos directivos y que lo hagan de maravilla».

Más que adentrarse por los laberintos mentales de la corrupción, la psicóloga social Gemma Altell entiende que la mejor terapia de rehabilitación sería que «los tribunales demuestren que la impunidad ha acabado» y que esa cultura de la picaresca, tan transversal, tolerada e incluso aplaudida, pasa a ser territorio reprobable. «La terapia conductual no puede funcionar dejando de lado las creencias y valores que legitima la sociedad», afirma la investigadora en temas de género. En este sentido y sin apearse de la metáfora, la especialista mandaría a rehabilitación -abran paso- a la cultura del poder masculina y tradicional, «que privilegia a los hombres, aunque también es sostenida por mujeres, y que pasa por la dominación y por lograr lo que se desea cuándo y cómo se quiere»; al mantra del dinero fácil; a la concepción patrimonial del poder, y a la doble moral religiosa que ha permitido, por ejemplo y si se prueba la veracidad del escrito, que Ferrusola moviera dinero ilegal haciéndose pasar por la «madre superiora» al tiempo que iba a misa semanal y su marido se empeñaba en ejercer de referente moral.

Altell, cabe decir, hace una observación a la literatura, ciertamente golosa, que están provocando los supuestos mensajes cifrados de Ferrusola y el papel de Lady Macbeth que se le atribuye en el auca familiar. «Como el estereotipo relaciona la feminidad con la santidad y la pureza, las mujeres corruptas son doblemente penalizadas, pero ella no tiene más culpa ni responsabilidad que su marido». ¿Quieren -a juicio de Altell- una verdadera terapia transformadora? Poner en el centro de las prioridades lo que hace tanto tiempo que vindica la teoría feminista: «Ética, cuidados y empatía».

Y aquí llega el más crítico del debate. Fernando Jiménez, profesor de Ciencia Política y experto en el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa, no solo cree que este tipo de programas no servirían «para nada», sino que le parecerían «una tomadura de pelo». Para explicarse echa mano de la teoría de la oportunidad -¿recuerdan?-, la que apunta a que los corruptos obedecen al puro cálculo. Y lamentablemente, recuerda, las cuentas han salido muy favorables en sectores como «el urbanismo, la contratación pública, la financiación de los partidos o las subvenciones, especialmente en los ámbitos de los llamados entes instrumentales de la administración, como empresas públicas y fundaciones, y sobre todo en el nivel regional y local de gobierno».

Por tanto, a tenor de Fernando Jiménez, esta sería la mejor terapia anti-corrupción. Uno: evitar errores como ignorar la cuestión o promover reformas cosméticas. Dos: «reducir más la percepción de impunidad mejorando el funcionamiento, la independencia y los medios de las agencias de control, como tribunales, fiscalía, policías, agencias reguladoras y tribunales de cuentas». Y tres: achicar las oportunidades para la corrupción mediante la despolitización y la profesionalización de las administraciones públicas en todos los niveles. Resumiendo, un auténtico electroshock.