Aunque parezca fácil decir Gabriel, en mi barriada siempre fue «Don Grabrié» y así le llamábamos en sus rutinarios itinerarios vitales, a saber: Parroquia de San José, Estadio Romano, bar de Pepe Hernández (los vinos y los chochitos encima de una lápida romana por mesa) y por las calles de nuestra pequeña Mérida.

Don Grabrié estuvo desde 1971 hasta 1998 en San José y se enraizó entre nosotros, mimetizándose con el paisaje (y el paisanaje), y acercando, a su manera y sin rarezas, a la gente a Dios. Eran célebres sus avisos al comienzo de la misa: «Tranquilos que llegáis al partido de fútbol». Y a fuer de sincero que llegábamos cuando el árbitro pitaba el inicio de aquel Mérida memorable de los años 90 (no sé cómo pero Don Grabrié ya estaba en el campo, sospechábamos que tenía un pasadizo entre la sacristía y los vestuarios). Y en sus liturgias no faltaba nada; iba rapidito, sí, pero sin comerse rúbrica alguna.

Don Grabrié era tan de Mérida que además de San José fue capellán de la Policía Nacional, cura de la Cruz Roja y del psiquiátrico, y atendía El Carrascalejo (donde se jubiló a la vera de la hermosísima Virgen del Camino). Don Grabrié tenía en sus pies el polvo y barro de La Argentina y su sotana olía a las ovejas que conformábamos su rebaño periférico (entre los que se incluye este cabestro que hace sonar el cencerro los lunes). Aquello era un cura cercano y no... no, no me embalo que después me riñe Antonio Becerra.

El otro día le acompañé en la misa que se le ofreció en San José, donde faltó poco para oír su voz gritar: «Arrodillaos», ante la epidemia de falta de respeto que impide a muchos hincar la rodilla en la consagración, ganando ese tiempo con el cachondeo de darse la paz (un auténtico dislate en algunos funerales). Ay si Don Grabrié volviera, os ibais a enterar.