En mi juventud, la Semana Santa era bastante diferente a la actual. Aunque en lo esencial no ha haya cambiado nada: pasión, muerte y resurreción de Cristo.

En los años 40, en La Zarza, de donde desciende la familia de mi padre, los Delgado, la asistencia a los actos religiosos era masiva. Los jóvenes se implicaban a través de Acción Católica o por los Niños Reparadores.

Los santos se tapaban con lienzos morados. Los cuadros y crucifijos se retiraban el Sábado de Gloria, que ya es Sábado Santo.

Las campanas no tocaban. Para asistir a los oficios religioso se utilizaba una matraca. A los chavales les gustaba. Pesaba lo suyo y era difícil moverla de un lado a otro para que sonara.

Había mujeres que se vestían de luto durante Semana Santa. Todas asistían con velo y, aunque el calor fuera sofocante, no se podía estar sin mangas. Se usaban unos manguitos que se ponían al entrar en la iglesia, que solía ser de la misma tela que el vestido. Una joven sin cubrir sus brazos hubiera sido motivo de escándalo. No le hubiera permitido entrar en la iglesia en Semana Santa ni en cualquier época del año.

Las procesiones eran de un silencio total. En la iglesia, las mujeres ocupaban la parte delantera. Los hombres, la trasera. Nunca juntos. Las mujeres también iban en las procesiones separadas. Ellas primeras y los hombre los últimos.

Son otras épocas, como recordaba nuestro entrañable Antonio Sánchez Buenavista. Y, en cada lugar, había unas tradiciones que, con el tiempo, se han ido perdiendo, pero que debemos recoger con el fin de no perderlas.