Un día te levantas con una extraña molestia en el omoplato izquierdo. Una mala postura, te dices. Ahora que ya apenas te duele ese talón que a veces te trae a la memoria que hace veinte años te caíste de una escalera de la forma más tonta mientras cambiabas una bombilla fundida, viene otro achaque más a avisarte que de aquí en adelante no te librarás de la tiranía del dolor en sus más variadas presentaciones, desde el pinzamiento ciático, hasta la atenazadora tortícolis, pasando por el martilleante dolor de cabeza que te provoca la migraña y demás padecimientos propios de la edad . Te acercas a los cincuenta años y tu cuerpo te va dando cuentas de su desgaste interno y pide nuevos cuidados. A menudo te recuerda preventivos refranes: Menos plato y más suela de zapato; Desayunar como un emperador, comer como un rey y cenar como un mendigo . Ya no recibes el día de tu cumpleaños el frasco de Agua Brava o el polo Lacoste , que en diez años pasó de una L a una XXL. Ahora te regalan el frasco de Adidas , para recordarte que existe algo que se llama deporte; o una sudadera, para que sepas que existe el footing . Pero llevas peor el día de San Valentín, cuando te regalan una cajita de píldoras azules para recordarte que ya a veces también te falla la parte de tu cuerpo que más aprecias. O el día del padre, cuando recibes una caja del tamaño de la de zapatos que en realidad contiene un tensiómetro; o un mullido paquete que no contiene un albornoz, sino una almohada para la relajación de las vértebras cervicales mientras duermes.

Sí, empiezas a entrar en la dinámica de los achaques y te acuerdas de cuando hacías lo que te daba la gana con tu cuerpo. De las veces que fuiste a trabajar sin dormir después de pasarte toda la noche de juerga. Ahora, imposible. Y observas en tus conocidos coetáneos sus deterioros externos: los kilos de más, las arrugas, la calvicie. Algo que en ti no ves. Te dices que qué estropeado está tu amigo Venancio . Y tu amigo Venancio piensa que los años no pasan en balde cuando se cruza contigo.