George Bush ha reconocido, por fin, que no hay prueba alguna de que Sadam Husein o su régimen participasen en el 11-S. El presidente de EEUU hace la precisión cuando la política desinformativa de su Gobierno ya ha conseguido, a través de insinuaciones y afirmaciones veladas, que más del 60% de los norteamericanos crean que el dictador iraquí estuvo tras los atentados de Nueva York y Washington. Bush aún no renuncia al otro argumento que utilizó para justificar la guerra de Irak: el peligro de las armas de destrucción masiva de Sadam. Pero esa amenaza es cada vez más difícil de sostener y la guerra ya es menos justificable que nunca, en línea con lo dicho por el antiguo inspector jefe de la ONU, Hans Blix, incluso para los ciudadanos de EEUU, que empiezan a ser conscientes del coste político, económico y en desprestigio de la aventura. En el cambio de rumbo de Washington, en busca de cobertura de la ONU y de ayuda de la vieja Europa, Bush prefiere, o se ve obligado, a empezar a decir la verdad. Su reelección está en el aire. Mientras, milagrosamente ileso, José María Aznar sigue sin reconocer la verdad de las cosas. O insinúa que en realidad no dijo lo que todos oímos nítidamente que decía.