WLw a prueba nuclear que Corea del Norte llevó a cabo en la madrugada de ayer, además de constituir un desafío directo a la comunidad internacional en su conjunto, ha provocado una consecuencia inmediata, por cuanto modifica, y de forma brutal, el equilibrio de fuerzas en el noreste de Asia y despierta lógicos temores de que podríamos encontrarnos ante el inicio de una frenética proliferación de armas de destrucción masiva y, lo que ya sería parte de la peor pesadilla, de que éstas lleguen a manos de grupos terroristas incontrolados.

Tres meses después de una resolución por unanimidad del Consejo de Seguridad de la ONU, exigiendo al régimen estalinista de Pyongyang la suspensión de su programa de misiles balísticos, el estallido de una bomba atómica norcoreana confirma el fiasco diplomático y el sometimiento del orden internacional a un inédito e innoble chantaje nuclear.

Sin embargo, la crisis extrema no se debe únicamente al comportamiento errático de un régimen odioso como el que encabeza Kim Jong II, curtido en operaciones de piratería internacional y que no retrocede ni ante la hambruna de su población, sino a los intereses bastardos de las grandes potencias. La República Popular de China, de la que depende la supervivencia del régimen norcoreano, se encuentra paralizada por una ambivalencia de raíces históricas y por una curiosa interdependencia geopolítica que le lleva a tolerar la paranoia y la megalomanía de unos dirigentes que fueron sus aliados.

En Washington, ante los límites de su poder, los últimos tres presidentes nunca supieron si era mejor negociar con el déspota norcoreano o derrocarlo. La estrategia de la fuerza preventiva de Bush se halla en el disparadero. Porque lo que sí sabemos ahora es que una acción punitiva contra Corea del Norte desencadenaría un cataclismo sin precedentes en la península dividida. En Japón y Corea del Sur --en donde respectivamente se constituyó un Gabinete de Crisis y se ha puesto en estado de alerta al Consejo de Seguridad-- crecen el temor y una sorda cólera, por ser los países más vulnerables, aliados de Estados Unidos, pero también la tentación de una azarosa carrera armamentista.

El conflicto vuelve al Consejo de Seguridad de la ONU, hasta ahora reticente ante el uso de la fuerza, pero sometido al desafío del hecho consumado. En sus manos está hacer frente de manera inequívoca a los riesgos de esta nueva insurgencia contra el principio de la no proliferación, tutelado desde 1968 por las cinco grandes potencias. Los casos de India, Pakistán e Israel ilustran el fracaso universal. Porque, a menos que ese principio absoluto y tranquilizador se acompañe de la voluntad de acabar con todos los arsenales nucleares existentes, el siniestro dominó nuclear y la diseminación proseguirán su curso inexorable.