Llevas varios días recibiendo llamadas al móvil de varios números que pertenecen a operadoras de telefonía. Sabes que si las coges tendrás que aguantar la soflama de un vendedor que intentará que contrates sus servicios. Por eso no las coges. Te preguntas durante cuánto tiempo más seguirán llamándote, mañana y tarde -al menos la noche te la respetan--. A ver quién se cansa antes, te dices, vanagloriándote de tu firmeza. Pero aun así, no puedes dejar de sentirte una víctima, más que un usuario, de la telefonía móvil. Ese sofisticado aparatejo va requiriendo de ti cada vez más atención, te «roba» más tiempo. Tiempo en mantenerlo cargado, tiempo en consultar y contestar mensajes y wasaps, tiempo en configurar sus ajustes y aplicaciones; en pocas palabras, tiempo en enredar. Comienzas a preguntarse si realmente te compensa cargar con ese bicho a todas partes y a todas horas. Y llegas a la conclusión de que dependes demasiado de él, porque estás pendiente de recibir varias llamadas de trabajo importantes. Lo que sí puedes hacer es prescindir del wasap, facebook y demás redes sociales que con continuidad solicitan tu atención. Pero si lo hicieras no te llegarían mensajes que realmente te interesan. Conclusión: el móvil te tiene cogido por los innombrables.

Pero donde realmente ves la nocividad del móvil es en las manos de niños y adolescentes. ¿Para qué quiere un móvil un chico de 12 o 13 años, o de 16? ¿Para que los padres los tengan localizados? Justificación absurda. Cuando no existían los móviles, los chicos estaban menos perdidos que ahora, en todos los sentidos.

Salvo las pocas llamadas que hacen a sus padres, la mayoría de los niños usan su móvil para mantener conversaciones entre ellos y para jugar. Algunos, esto es preocupante, para ver vídeos de adultos, hacer apuestas online, grabar vídeos agresivos y colgarlos en youtube. En algunos casos, y esto es lo verdaderamente grave, se convierten en víctimas de acosadores o pederastas.

Quizá la solución esté en prohibir el uso del móvil a los menores de edad. Con permiso de los que siempre prohíben prohibir -aunque a veces sea necesario-- y de las omnipotentes compañías de telefonía, claro.