Volviendo a casa de madrugada, advertí el reflejo de los escaparates en mi cazadora. El concierto había ido bien y la calle se había transformado en un extraño río de gente que en nada se parecía a las mañanas de invierno cuando el vendedor de cupones busca el sol o el barrendero apura el primer cigarrillo mientras limpia como un autómata la misma esquina de ayer. Quizá fruto del cansancio, empecé a imaginar que era uno de los maniquíes que llenaban aquellos espacios acristalados a media luz y pensé cómo se vería la vida desde dentro si, como una prueba, me atreviera a pasar un día convertido en estatua de sal. ¿Se imaginan cuánto aprenderíamos de los demás observando sus gestos, conversaciones, aspavientos y hasta sus risas? ¿O qué pasaría si, por un momento, nos examináramos a nosotros mismos desde el otro lado del cristal? Fue entonces, cuando en mi sueño despierto, advertí que alguien se paraba frente al escaparate para gesticular que algo pasaba. No supe comprender que lo que trataba de decirme era que el agua empezaba a correr por mis pies y a ocupar el espacio que, antes seco, me mojaba después de unos minutos por encima de las rodillas. La calle empezó a llenarse y un grupo de noctámbulos se agolpó delante de la tienda como si aquello fuera un espectáculo. Nadie me ayudaba. Cuando el agua me llegó al cuello, el escaparate estalló y salí despedido hacia el asfalto. Cuando volví a tener conciencia de lo que pasaba, me vi rodeado de esos mismos que antes no me habían prestado auxilio, preguntándome por qué me había expuesto tanto al público. En ese momento comprendí que solo los tipos que hablan solos son capaces de gritar. Ahora, cuando paso delante de los escaparates, siento que quiero escapar.