El inicio de la cuenta atrás del brexit pone a la Unión Europea en la tesitura de tener que redefinir su futuro.

Europa ha sido a lo largo de la historia una tierra de contrastes y confrontaciones. Los diferentes estados y sus respectivas fronteras se han venido configurando en función de los conflictos bélicos que ha padecido.

Los fundadores de la actual Unión Europea quisieron llevar a cabo la vieja y utópica idea que a lo largo de los siglos --recordemos los ecos lejanos de Carlomagno y Carlos V-- ha estado presente entre sus habitantes de crear un espacio único de paz, libertad y progreso. Pero ese ideal de una Europa unida, que hasta ahora era el viento que movía al conjunto de sus naciones, se está quedando en una mera entelequia.

La Unión Europea sufre hoy una crisis de identidad. La europeidad, que durante muchos años se ha tenido como un afán de sus ciudadanos, ha perdido hoy el poder de impulsar el proyecto común. Padecemos un inmovilismo institucional y cunde el desánimo entre sus ciudadanos. La ausencia de políticas sociales produce cierta desafección. Y, desgraciadamente, frente a una deficiente gestión, los líderes europeos parece que lucen poco entusiasmo y menos imaginación.

Con estas realidades es evidente que el futuro de Europa no se vislumbre optimista. Pero no debemos olvidar que, bajo el estímulo de su crecimiento económico, los europeos han alcanzado un envidiable bienestar. De ahí que el futuro por el que hemos de apostar sea el de una Europa más unida y comprometida, en la que paulatinamente y en función de los avances que se produzcan se vaya diluyendo la acción y la soberanía de los estados.

Es hora de aceptar nuestras diversidades e integrarlas. Es hora de progresar hacia la Europa de los ciudadanos, donde, bajo el paraguas de una Constitución europea, exista un auténtico Gobierno continental con autonomía y capacidad para gestionar políticas de cohesión social.

En otras palabras, hemos de avanzar --lo rápido que sea aconsejable-- hacia una unión política, económica y social más firme, donde seamos capaces de crear una nueva sociedad fruto de los valores que compartimos con un modelo suficientemente flexible para integrar las diversidades nacionales. El tren que tomemos no debe tener vagones de primera y segunda.

El trayecto y la velocidad han de ser iguales para todos, con un destino común: una Europa basada en nuestros principios y modelos históricos, aunque con una carga social que haga nuestra convivencia más justa y solidaria. Si en este viaje algún país quiere apearse, siempre será mejor que viajar incómodamente o combatir la unión.

Si no se actúa con voluntad política; si no sabemos entender las bondades del proyecto común; si no defendemos nuestras ideas con firmeza y permitimos que Europa se cimiente en valores y principios ajenos a nuestra cultura y tradición, desgraciadamente tendremos que dar la razón a los que piensan que una Europa verdaderamente unida es algo improbable, insensato y engañoso. El triunfo de tales ideas nos condenaría a la reinstauración o relegitimación de los Estados-nación. Nos condenaría, en suma, a revivir periodos de contrastes y confrontaciones.