Nada más abrir la puerta, los niños corren hacia nosotros. Antes de que me dé tiempo a quitarle el abrigo, la bufanda y el gorro, el niño se ve asediado por sus compañeros, que lo riegan de besos y abrazos. «Lo quieren mucho», me cuenta Patricia, la profesora.

Es una estampa única. Y ellos ni siquiera saben. No saben que está operado del corazón, no saben que las apneas le impiden dormir bien por la noche y que posiblemente haya que operarle en breve de vegetaciones. Ellos solo saben que es Chico. El único que aún no camina, el único que lleva gafas, el único que se arrastra por la clase como un ninja en una operación secreta. Ni siquiera les mueve la compasión o la solidaridad, que son inventos de adultos para sentirnos mejores personas. Lo único que saben es que el niño es todo sensibilidad, que agradece sus caricias con una eterna sonrisa y que él también se los come a ellos con besos y abrazos.

Hay un grupo reducido (niños y niñas) especialmente cuidadoso con él. Están siempre pendientes, a sabiendas de que Chico se mueve por unos parámetros diferentes. Son los guardianes de mi hijo. Se encargan de integrarlo en sus juegos y aceptan con resignación que el niño les tire del pelo. Él lo hace con una sonrisa, pero me consta que duele.

Los guardianes de mi hijo algún día crecerán, estudiarán carrera o montarán negocios, se casarán y tendrán hijos (o no), serán unos santos o unos malvados, tratarán --en definitiva-- de sobrevivir en una jungla donde solo los más fuertes salen adelante. Se olvidarán de la guardería y de ese hermoso niño rubio con ojos azules que vino al mundo con el síndrome de Down.

Pero mientras llega ese día, seguirán abalanzándose a la entrada para recibir a mi hijo, para darle besos y caricias, para protegerle.

Fuera de la clase llueve y hace mucho frío, pero dentro los guardianes de mi hijo se encargan cada mañana de que brille el sol.

* Escritor