TCtuando era estudiante un profesor de periodismo me dijo que en un hospital siempre hay historias que contar. Estos días atrás lo he comprobando acudiendo al San Pedro de Alcántara para visitar en su enfermedad a un ser querido, afortunadamente ya convaleciente. La enfermedad y el dolor son las grandes pruebas a las que los seres humanos tarde o temprano nos enfrentamos. Hay muchas formas de hacerlo. Una planta de hospital es un remolino donde la vida y la muerte se cruzan intercambiando sus miradas. A veces todo transcurre en silencio y los familiares acompañan en su tribulación al enfermo con serenidad. Sus ojos y sus gestos lo dicen todo. En otras ocasiones es el llanto el que prevalece, impotente, ante la enfermedad y el dolor. Las habitaciones se llenan de parientes ahogados en lágrimas.

Junto a ellos médicos y enfermeras se afanan en encontrar un remedio. No sólo es un simple trabajo. He comprobado cómo, además, muchos de ellos ponen en su oficio el cariño, porque está claro que el amor salva y sana mucho más que la farmacopea. Y lo dan con generosidad, en la medida que se pueden implicar emocionalmente con los enfermos. También he visto cómo la familia de un patriarca había acampado en los jardines del hospital para acompañarle. Se sentaban al relente en sus sillas plegables. Lavaban sus ropas allí y las secaban al sol tendiéndolas en las vallas del recinto. Aquello tenía algo de fiesta y hermandad que envidio y que me gustaría comprender. Cada uno se enfrenta al dolor como mandan sus cánones culturales. La parca quiere igualarnos a todos y tenemos que zafarnos como podamos. Refrán: en cárcel y hospital verás al amigo leal.