Reconozco que le había perdido la pista. Sabía que vivía en el campo y que había dejado de cantar en público. Eran pocas sus apariciones en los garitos de la ciudad donde se le veía interpretar con pasión las canciones que habían nacido de su puño y letra.

La misma historia de tantos artistas que resisten la soledad aunque estén rodeados de amigos y espectadores, o las dos cosas. El otro día me lo encontré casualmente por la calle. Tenía la piel más morena, seguro que por el sol de la casa de campo a la que se había ido a vivir hacía meses. Se había desconectado de la ciudad, donde acudía solo a trabajar para volver de nuevo a su refugio entre huertas y una pareja fiel que le sigue queriendo.

Me contó que se marchaban al mar, que dejaban la capital donde llevaban viviendo años para buscar un futuro mejor. En ese ejercicio de exhibición involuntaria que es nuestro rostro, advertí una mezcla de tristeza y esperanza, como si la vida les volviera a dar a los dos una oportunidad de ser felices. No es fácil establecerse en un lugar nuevo, pero allí, junto a las olas, les esperaban unos amigos que fueron en busca de lo mismo.

Y repasé los momentos de los bares, las noches de los conciertos, alguna discusión que otra que nos llevó a distanciarnos y ese respeto de ahora que siempre debe mantenerse para que la amistad no se vaya al garete para siempre. No es sencillo ese ejercicio de apostar por la incertidumbre, pero quizá sea más sano que quedarse inmóvil ante la desazón que produce pensar que ya te queda poco que hacer donde estás. Os deseo toda la suerte del mundo. Que la felicidad os lleve.

El mar siempre cura. Y a veces mucho más de lo que un día pensamos. Es lo que tiene soñar con otra vida.