Cada noticia que surge sobre el desdichado caso de Marta del Castillo es peor que la anterior. A la incertidumbre, sufrida durante semanas por la familia de la joven, por no saber qué le había pasado y por qué había desaparecido de buenas a primeras, se añadió, cuando la policía hizo las primeras detenciones, la certeza de su muerte. Y, sobre su muerte, las aterradoras maneras como fue tratado el cadáver: arrojado al Guadalquivir, según la primera versión de Miguel Carcaño, el presunto autor del homicidio.

A la espera infructuosa y sin fin por no encontrar el cadáver, a pesar de los muchos medios y hombres que se afanaron en la busca, se ha añadido en los últimos días dos vueltas de tuerca en este viacrucis bárbaro: el cambio de versión por parte de Carcaño al manifestar que no era verdad que fuera arrojada al río, sino a un contenedor de basuras y que, antes de morir, Marta fue violada.

Pocas veces, como en esta ocasión, se ha visto tanta crueldad intolerable sobre el dolor que ya causa un asesinato. ¿No hay modo de parar? ¿No hay modo de que la familia de la muchacha descanse? ¿No habrá nada que pueda hacerse para que Carcaño se comporte con el mínimo de piedad que se le exige a un ser humano, y que de una vez diga la verdad y luego se calle?