Fue el filósofo Platón el que habló de un ‘mundo de las ideas’ por primera vez y lo describió como un lugar en el que estaba la verdad, una especie de paraíso del conocimiento, donde se encontraban algo así como modelos perfectos de todo lo que existe.

Nuestros sentidos, mentirosos y cambiantes, no podían acceder a ellos, no podían llegar a la verdad sino que se quedarían en el mundo físico y terrenal, imperfecto, superficial y pobre.

Como si el mundo del conocimiento estuviera danzando sobre nosotros y no pudiéramos alcanzarlo.

Platón ha sido más que superado, pero hoy su planteamiento resulta increíblemente metafórico. «¡Yo trabajo por solidaridad, es mi verdadera lucha!», dicen unos y otros mientras todas esas personas migrantes y refugiadas son expulsadas y mueren ahogadas en el Mediterráneo.

«Mi lucha es la conciliación y no descansaré hasta conseguirla», claman mientras siguen siendo las mujeres las que cuidan de sus hijos, las que dejan de trabajar por su familia, las que renuncian.

«Nuestro gran objetivo es la igualdad», aseguran, pero no se dedica dinero a la dependencia y seguimos arrinconando y mirando por encima del hombro a los distintos, a los que tienen alguna discapacidad.

«Ni una menos», gritan, pero no hay más inversión, ni una condena real al machismo, ni se prioriza para acabar con la violencia o el patriarcado.

Y así una ristra de ideas defendidas que nunca se llevan a cabo: la libertad de expresión, el derecho al trabajo, la protección de la infancia...

Es otro mundo de las ideas, todos esos conceptos bonitos y soñados que están ahí para ser usados, pero alejados del mundo real.

Un gancho para manipular. Volando sobre nuestras cabezas, revoloteando alrededor de nuestra voluntad para moldearla. Y no es juego sólo de políticos.

En el trabajo, en el hogar, en el colegio... Todos agarramos esas ideas y las secuestramos para hacer lo que queremos con ellas, las invocamos cuando en nuestro discurso nos interesa, cuando justifica nuestra acción, cuando nos ayuda a salirnos con la nuestra o dormir mejor.

Platón usaba el famoso mito de la caverna, en el que estamos todos y desde el que sólo se ven sombras. Y hablaba de un necesario viaje al exterior para ver la luz del conocimiento.

Incluso hoy no parece una mala idea: coger nuestras creencias, nuestros dogmas y nuestras verdades y contrastarlas con otras, buscar más allá de nuestra zona de confort, de nuestras fuentes y referentes de siempre.

Pero hay un viaje que se antoja aún más necesario. Uno más introspectivo, un viaje valiente hacia la duda, la honestidad y el sentido crítico. Uno en el que nos preguntemos si aquello que defendemos es nuestra convicción o si, en cambio, viene de un mundo de las ideas que han creado otros.