Dramaturgo

No me he vuelto loco hablándoles, justo un mes antes, de la Navidad, sencillamente me pongo al día, y lo hago con retraso, porque he caído en la cuenta de que la Navidad empieza en noviembre, después de los difuntos, y acaba en febrero con las rebajas y con el pago de los gastos de enero. Tienen que comprender que esta palabra, Navidad, ha sufrido una transformación importante, ha evolucionado. Antes servía para nombrar a las fiestas que la cristiandad celebraba por el nacimiento de Jesús, pero ahora, sobre todo cuando uno ve luces y abetos engalanados hasta en Arabia Saudí, tiene que entender que su significado ha tomado otros derroteros.

Navidad hoy es equivalente a comprar, a salirse de la normalidad nutritiva, a trasnochar y beber como cosacos, a inventarse "amigos invisibles" para regalar algo, a darle a la ludopatía jugando a loterías que nos saquen de pobres, a mojar pañuelos en programas televisivos que quieren acabar con el hambre en el mundo rifando los calzoncillos de Jesulín, a clases de iniciación en el esquí, a conciertos nevados llenos de japoneses que no comprenden a Strauss, y a mil ejercicios más para pasar el tiempo, coger el coche y acabar con el dinero.

Alguien me dirá, y lo entiendo, que mi percepción navideña es algo negra. Lo es, y sería menos oscura si en medio de tanta algarabía consumista y melodramática, alguien se detuviera un instante y dedicara un minuto, sólo un minuto, para reflexionar sobre el mensaje navideño, aparte del que nos mande Su Majestad el Rey que casi nadie escucha porque coincide con lo de poner la mesa y mirar el horno, que hablaba con humildad, compromiso y amor.