En 1924, se convertía en un best-seller en toda Europa el libro Una Nueva Edad Media, de Nikolai Berdiaev, donde este exiliado ruso observaba que «la fe en todas las políticas está gastada» y profetizaba que la gente iría dejando de identificarse con emblemas políticos y preferiría agruparse «bajo signos económicos de un interés inmediato» de modo que «las antiguas castas y clases desaparecerán, surgiendo en su lugar grupos profesionales», como en los gremios medievales. Como Spengler, preveía una época de triunfo de la fuerza y el cesarismo, de líderes aclamados por instinto.

Casi cien años después, en su ensayo La flecha (sin blanco) de la historia, el filósofo Manuel Cruz atisba en nuestra época indicios de una nueva Edad Media, basándose en el descrédito de la idea de progreso y de cambio social. También el profesor José María Naharro-Calderón habla de un «perverso neofeudalismo globalizado» en el que «la riqueza del uno por ciento crece exponencialmente frente al empobrecimiento del resto». Asumido el neoliberalismo como orden natural de las cosas, de igual modo que se asumía que los reyes lo eran por derecho divino, el catecismo económico habría asumido la función de «la religión en el Medievo, que convertía en llevadera una vida de explotación e injusticia a base de considerarla, toda ella, como un transitorio valle de lágrimas».

Si la Edad Moderna, desde el Renacimiento, vio el auge del individuo y, tras la Revolución francesa, se asumió la justicia como un objetivo, hoy día vivimos sometidos al imperativo de la competitividad (recientemente se nos suspendió a nuestra región como la única cuya «competitividad» no ha aumentado: habrá que quedarse sin recreo o hacer cien flexiones como castigo) que no es sino darwinismo social en el que los grandes magnates ocupan el lugar de los condes o duques, hasta con derecho de pernada, como presumía Trump.

A la gente se le ha dicho que hablar de clases sociales es algo antiguo y trasnochado, y lo moderno es matarse por una bandera y seguir ciegamente a un caudillo, se llame Trump, Rajoy o Puigdemont. Ahí siguen los árabes de los que hay que defenderse, aunque vengan como refugiados desvalidos y no cimitarra en mano, ahí siguen los persas que ahora se llaman iraníes o el peligro amarillo de Corea del Norte. Sin olvidarnos de los cosacos, digo los rusos, a los que hay que mantener a raya en sus estepas. No extraña que la gente guste de series medievales como Juego de tronos o La catedral del mar, llame a sus hijos Rodrigo, Jimena o Gonzalo, y se deje hasta contar el cuento de una infanta que a los doce años ya merecía el Toisón de Oro.

Recuerdo el escándalo de una amiga ante aquella promesa de François Hollande de un impuesto del 75% para los multimillonarios, a la que renunció sin mucho esfuerzo. Hasta 1973, en Estados Unidos los millonarios pagaban un 90% de impuestos: hoy pagan menos del 20%, y menos pagarán aún tras la reforma de Trump. En ese mismo país, la diferencia media entre los sueldos más altos y más bajos en las empresas se ha multiplicado por diez. Pero no nos engañemos: la desigualdad no escandaliza ya a casi nadie, como tampoco escandalizaban hace unas décadas el antisemitismo o el racismo, pues lo que se ve a todas horas deja de extrañar. Aceptemos ser siervos de la gleba, y que no se nos ocurra rebelarnos, o todo irá a peor.