Tal vez no falla la política de comunicación, sino simplemente la política. Lo que algunos quieren que sea valorado como un logro social, otros --los destinatarios de esas medidas-- lo percibimos como parches y paños calientes, cuando no tomaduras de pelo en toda regla. La ley de dependencia es un caso paradigmático, efectivamente, pero no tanto de mala comunicación como de concebir la política social a modo de muro de contención de la miseria y de las desigualdades en lugar de una herramienta transformadora de la realidad. Esa ley ofrece tres horas de asistencia al día, como máximo, a las personas que necesitamos entre 10 y 24 horas de atención diarias. Eso no sirve para revertir el déficit que sufrimos quienes necesitamos de esa asistencia para participar plenamente en la sociedad, ni tampoco para que las mujeres cuidadoras recuperen una vida que les ha sido arrebatada por la dimisión de los poderes públicos en su deber de garantizar la igualdad de oportunidades. Las personas con diversidad funcional siguen relegadas a la mera supervivencia, y las mujeres de su entorno, condenadas a suplir la ausencia del Estado. En cambio, si la ley hubiese apostado por medidas con verdadera capacidad transformadora (por ejemplo: con la inversión para una plaza residencial se pueden pagar 11 horas al día de asistencia personal, lo que permite la plena participación social de los asistidos y la liberación de las mujeres cuidadoras), el Gobierno tendría en cada una de estas personas y en las de su entorno cientos de miles de altavoces que harían la mejor política de comunicación, la de la experiencia cotidiana.

Antonio Centeno Ortiz **

Correo electrónico