La victoria obtenida el martes por el Partido Republicano en las elecciones legislativas celebradas en Estados Unidos marca el inicio de la larga campaña electoral correspondiente a las presidenciales del 2012. Justo al cumplirse dos años de su deslumbrante elección, Barack Obama se ve obligado a doblegarse ante el varapalo sufrido en las urnas y deberá adaptar su programa de reformas a la amplísima mayoría republicana en la Cámara de Representantes y a la muy recortada que conservan los demócratas en el Senado. Un dato ilustra más que ningún otro el descalabro del partido del presidente: desde 1938 --presidencia de Roosevelt-- los demócratas no sufrían un retroceso tan espectacular.

La campaña inspirada por el Tea Party --asumida por los republicanos--, destinada a alimentar el doble temor a la crisis económica y al gran Gobierno, ha surtido efecto. En cambio, el compromiso de los demócratas con el reformismo presidencial, unido a la tendencia de Obama a olvidarse de su electorado natural, ha condenado al partido a la cohabitación, al pacto con sus contrincantes y al desgaste del filibusterismo parlamentario que los conservadores podrán ejercer en el Senado.

Los resultados obtenidos por los candidatos del Tea Party no permiten otro vaticinio. Tal como ha dicho Christine O´Donnell, candidata ultraconservadora derrotada en Delaware, "el partido republicano nunca será el mismo". O, lo que es lo mismo, la dirección republicana no podrá prescindir en los dos próximos años, de buena o mala gana, de la orientación que el Tea Party imponga. Es más, dos de las figuras consagradas por las urnas, los senadores electos Marco Rubio y Rand Paul, se han convertido en aspirantes con posibilidades de disputar la candidatura republicana a la presidencia.

El hecho de que los candidatos del Tea Party apenas se hayan preocupado de defender un programa concreto tiene menos importancia que la capacidad que han demostrado para movilizar al electorado conservador, atraer a una parte de los votantes independientes y sacar partido del temor cerval del norteamericano medio a la intromisión del Estado en su vida privada. El miedo a la decadencia de EEUU o a la pérdida de influencia, unido a los efectos de la crisis económica --la frustración a la que se ha referido Obama--, ha ayudado al movimiento. Pero también ha trabajado en su favor el progresivo distanciamiento de la Casa Blanca de una parte significativa de su base electoral.

Deben añadirse a ello las reglas del juego impuestas por la situación económica, que se resumen en una: las urnas no perdonan a los gobernantes que no vencen a la crisis. Obama no es una excepción y a partir de ahora deberá pactar con los republicanos su receta para la recuperación. Deberá intentar aquello que tuvo en mente al instalarse en la Casa Blanca: formar un Gobierno con sus adversarios para afrontar una situación delicada que no admite soluciones mágicas. Pero si entonces no lo aceptaron los republicanos por su situación de extrema debilidad en el Congreso --minoría en ambas cámaras--, el riesgo es ahora que tampoco accedan a un pacto global porque su primer objetivo es recuperar la presidencia en dos años.

Claro que la política del no permanente entraña riesgos ciertos. Porque si los republicanos optan por mantener un litigio sin fisuras con Obama, puede sucederles como en 1996, cuando dos años de oposición sistemática a Bill Clinton acabaron dando a este la reelección. Esta es una experiencia que forma parte de la memoria reciente de los republicanos, que han recibido de Obama la oferta inmediata de dialogar para articular un programa bipartidista, pero que deberán prestar atención a las figuras del Tea Party, propensas a la intransigencia.