XExl gimnasio es un invento del diablo. Uno acude a ellos impulsado por la edad y por los kilos, buscándole remedio a un imposible, huyendo de los espejos. Aunque luego vas y te encuentras haciendo abdominales en un sitio repleto de espejos que multiplican hasta el infinito la tripa, la calva y las arrugas, justamente todo de lo que abominas. Un infierno al que se entrega uno voluntariamente y pagando matrícula.

Cuando se aproxima el verano, en los gimnasios se respira el espíritu conciliador de las iglesias: ambos sitios están repletos de gente con muy mala conciencia y con firmes propósitos de la enmienda. A ellos también se acude buscando firmeza, la de la voluntad y la de la carne. Pero la firmeza dura lo que tardan en aparecer las primeras agujetas. Ellas son tu prueba y tu maestro. Las agujetas te enseñan que un gimnasio es como el campo de batalla de una guerra civil en donde las bajas de los camaradas te crean conciencia de sobreviviente, y llegas a casa sin resuello, a cuatro patas como un niño, pero con la sonrisa ancha y la alta moral de los judíos incluidos en la lista de Schlinder.

Es cierto que los primeros días en un gimnasio son un regreso a la infancia: estrenar chándal es como estrenar tu primer baby; aprendes palabras nuevas: mancuernas, steeps, aerobic; descubres músculos que ni imaginabas que existieran y mucho menos que pudieran doler tanto; aprendes por qué dicen que la carne es débil, en especial la tuya. Y hacia final de mes, lo más probable es que descubras que esto del deporte no va contigo, te armas de sentido común y acabas regalando el chándal a una oenegé, convencido de que este año tampoco toca playa.

Es oportuno anotar que en el gimnasio, como en todas las dictaduras, hay jerarquías. Por un lado están los novatos, fantasmas enfundados en ridículas sudaderas que transitan en soledad y en silencio de una máquina a otra. Por otro los veteranos, esos tipos infectados de músculos a los que uno mira casi con desprecio y murmurando por lo bajo: "No me explico qué pueden encontrar las mujeres en tales acémilas". En cualquier caso, estos individuos suelen trabajar por parejas, y hablan más y más alto que los novatos. Y luego están las mujeres, que son como los indios, siempre atacan en grupos, con la cara pintada y dando unos gritos insufribles.

Los gimnasios, en fin, son como la Academia de Aristóteles, un lugar donde se busca uno a sí mismo, pero donde es difícil hallarse, pues entre tanto espejo no aciertas muy bien a reconocerte en el tipo fofo que te mira desde lo alto del sillín de una bicicleta estática. Siempre esperas que esa tripita sea la de otro, pero no. Como en la academia, en un gimnasio uno flexiona, reflexiona y se contorsiona, se pesa y se sopesa, se mira, inspira y se suspira, y contempla las manecillas del reloj con la desesperación con la que un colegial mira al timbre que anuncia la hora de irse a casa. El gimnasio, como la democracia, es un mal necesario, un invento griego adaptado a las necesidades de nuestra era y en el que no triunfan los mejores, sino los constantes. Y no lo digo por decir, hablo desde mi experiencia de hombre esforzado, de hombre que se alista todos los años a esta guerra contra uno mismo, y de la que siempre salgo perdiendo.

*Escritor