La tradición cuenta que el primer belén se remonta a la Nochebuena del año 1223, cuando san Francisco de Asís , en un oficio religioso, recreó el nacimiento de Cristo en una cueva con un buey, una mula y un pesebre que fue utilizado como altar en aquella memorable misa. Los asistentes se quedaron muy impresionados por la lección de humildad que se ofrecía al mostrar un origen tan sencillo para el hijo de Dios, muy en consonancia con el espíritu de los franciscanos y cercano al pueblo. A partir del siglo XIV, se extendió la creación de belenes por muchos países. En 1471, se creó el primer taller belenista de la Península Ibérica en Alcorcón (Madrid).

Dice un popular villancico extremeño Mairi que penina tengu / de no habel síu pastol, / d'aquellus c'allá en Belén / vierun al niñu de Dió. Con los belenes, nos convertimos un poco en pastorcillos, en artesanos, en personas que trabajan la tierra y mercan los productos obtenidos con el sudor de su frente. No importa que haya elementos anacrónicos, como pavos o chumberas, que vinieron de América, porque allí también se hacen belenes. O se incluyan elementos locales, como en Canarias que suelen incluir un volcán al fondo. Lo popular es universal por lo que en algunos belenes extremeños aparece una cabra engalanada, la Machorrita, antigua fiesta de origen vetón. Un belén no es un tratado de Historia, sino que es una exaltación de la cultura rural y pastoril.

Han pasado muchos siglos desde los tiempos de san Francisco, pero los belenes siguen conservando el espíritu de lo popular, de lo entrañable que le dieron los primeros belenistas. Los niños que viven en pisos en las grandes urbes, lejos del campo en un mundo más virtual que real, observan embelesados el arroyo, los rebaños, el molino, la lavandera, el pozo, los burros con sus alforjas, el pesebre... y los pastorcitos de su pequeño belén, porque más allá del hecho religioso, al ver las figuras y escenas del belén, contemplan las raíces de nuestra cultura, de nuestra sociedad.