Vivimos en una sociedad inmersa en la mercantilización de todos los aspectos de nuestra existencia. Desde que nos levantamos por la mañana hasta que despedimos el día por la noche, buena parte de nuestras decisiones y de nuestra misma voluntad se guían por un interés personal cada vez más tasado en precios, expectativas, dinero...

Las personas ya no trabajan para vivir, ya no viven, siquiera, para trabajar: su vida misma es el objeto de trabajo, el producto que hay que vender en un "mercado" cada vez más competitivo, estresante e inhumano. A cada acción un precio, a cada decisión una expectativa de dinero. Las relaciones humanas se evaporan en un mar sin sentido de mutuas dependencias mercantiles. El valor y el coste se confunden, la amistad y la generosidad se cuantifican, y el mundo que te rodea, la ciudad en la que vives, se analizan en función de premeditados "planes de vida" y "proyectos de futuro" que hay que "gestionar".

Existen ya empresas que se dedican a cuidar de tus plantas y animales cuando te vas de vacaciones. Ya existen empresas, digo, que incluso miden la frecuencia cardíaca de los runners a través de artilugios para, según su mayor o menor actividad física, proporcionales éstas o aquéllas ofertas en tiendas de deporte. Hasta el mismo corazón, hasta nuestros propios latidos, se traducen en precios.

Frente a esta expansión sin freno de una nueva racionalidad mercantilista de la vida, existen lugares y pequeñas "islas" donde los vecinos te riegan las plantas en el estío sin cobrar precio alguno y donde puedes salir a correr por las mañanas sin pensar en el rendimiento económico de tus ventrículos. En nuestros pueblos y medianas ciudades las esencias de una vida no cuantificada aún, los sentimientos de pertenencia a algo "común" por encima de las individualidades egoístas, sobreviven ante un mundo cada día más apátrida y desarraigado.

ESTAR en la plaza de nuestro pueblo los días de ferias, con la gente que conoces y quieres, y en un lugar al que te une un cariño especial, una sensación de pertenencia que no se agota en ti como individuo, es el paradigma de "lo común" frente a los antagonismos "público/privado", "Estado/mercado", "individuo/sociedad". Lo que desde hace años ya buena parte de la intelectualidad europea lleva buscando como solución redentora o varita mágica para superar ese proceso inhumano de una posmodernidad demasiado líquida y economicista, se encuentra, sin trauma alguno, en la armonía del individuo y de la sociedad, del común al que se quiere y al que se pertenece, de nuestros pueblos.

Claro que sostener un relato a favor de una arcadia ideal no sólo adolece de múltiples imperfecciones, sino también de una falta de realismo que roza la ingenuidad. Pero lo que ofrecen nuestros pueblos, el mural de vida que contienen, no ha de ser despreciado por quienes, desde las atalayas de las grandes urbes, pretenden también un mundo mejor. Las ciudades son necesarias y no tienen que decaer tampoco en objeto de oprobio, pero sus modos de vida pueden cambiar y acercarse a una revitalizada recuperación de lo común que ya se da, desde tiempos inmemoriales, en las plazas de los pueblos.

Bromeando un viejo sabio, me decía que al escuchar los repiques de las campanas atravesando las calles, los tejados, las plazas, perdiéndose por los campos, encontraba él el cénit de la lucha por un mundo mejor, más humano, menos mercantilista. En los pueblos sabemos por quién doblan las campanas, nuestros muertos son nuestros, nuestras campanas anuncian más lo común, la pertenencia a una colectividad por la que hay que enorgullecerse, que muchos pretendidos procesos de cambio político que esconden, en el fondo, el gatopardismo de la pervivencia del equivocado sustrato en el que pretende fundarse la inhumanidad de las nuevas sociedades.