Querido hijo: este año cumples veinte de vida y andas como casi todos los de tu edad haciendo el canelo por ahí, de vacaciones, sin ganas de hincarle el diente a esa materia que se te resistió en junio. Hasta ayer te explicaba casi a diario que uno tiene que prepararse para la vida -las madres somos así, unas pesadas de verbo casi tan florido como el de los comentaristas de fútbol-. Y en esa línea continuaba: el botellón no es lo único importante; hay otras músicas además del sonido de miles de decibelios que sufren mis oídos; el tiempo de ocio, a veces, puede dedicarse a otras actividades; la lectura también existe más allá de los textos obligatorios; podías pasar más tiempo en casa en lugar de perderte por las playas o el interraíl.

Te hablaba del futuro, de cuando seas un hombre de provecho -otra manía de madre recurrente-, con tu trabajo estupendo para el que habrás hecho una larga preparación. Ya verás, decía, como te acordarás de estas palabras cuando hayas alcanzado tus expectativas laborales y me agradecerás estas quizás molestas, pero necesarias -solemos añadir: lo hago por tu bien- charlas. Mírame a mí, que he llegado a metas importantes -aquí tendemos a la exageración- y ahora presumo de una posición que me permitirá, dentro de unos años, disfrutar de mi tiempo. Pero ayer han decidido que te vas a machacar hasta que cumplas setenta. ¡Cincuenta años de trabajo! Así las cosas, hijo, olvida lo anterior. Disfruta cuanto puedas, sigue haciendo el canelo y no te preocupe alargar la universidad o las vacaciones. Que escampe ahora, porque los chaparrones esperan a la vuelta y van a por ti seguro. Incluso podrían alcanzarme, ¡a mí, toda una madre!