TUtltimamente me ocurre lo que al mercader de Venecia de Shakespeare : estoy triste y no sé por qué. Nada me motiva. Ya ni siquiera me divierte hacer funambulismo sobre el tendedero de la ropa o cambiar los muebles de lugar. Para luchar contra el aburrimiento, un día instalé la lavadora en mi habitación, y la cama en la cocina. Aquello estuvo bien la primera semana, pero luego vinieron los conflictos. No por mí, que llevo años durmiendo en la bañera; pero Paola , más tradicional en lo tocante al descanso, se ha quejado. Dice que el ruido del frigorífico no le deja conciliar el sueño. Estas trifulcas me duelen. Yo a Paola la quiero y me disgusta verla enfadada, pero ¿qué puedo hacer? Ella, tan positiva, no soporta mis ataques de tristeza y mis extravagancias . Debería hacerle caso, comportarme como una persona normal, reír de vez en cuando. Tengo prejuicios, lo confieso: siempre he pensado que reír es propio de gente ociosa. No sé, una sonrisa, una mueca risueña cuando no te ve nadie, vale... Pero reír abiertamente es algo que profana mis ideales. "Nunca lograré entender tus manías", suspiró ayer mientras yo metía la cabeza en el microondas para secarme el pelo recién lavado. Sí, tiene razón: soy un infeliz y un inadaptado. Las normas de esta sociedad me provocan urticaria. Si volviera a nacer, me gustaría ser uno de los violinistas sobre los tejados de Chagall o el Barón Rampante de Italo Calvino para no pisar nunca el asfalto de la realidad. Como eso no es posible, he decidido reformarme. Esta noche haré un esfuerzo y dormiré en un colchón de látex. Me siento como Judas el día del Juicio Final.