Probablemente algunos no tienen ni idea de que al principio la literatura era oral, anónima y pertenecía al pueblo, porque estaba hecha de palabras de pueblo, retazos de cosecha, versos de simiente y ritmo de siega. Y anónima porque mucho más que el autor importaba lo que este decía. No tienen ni idea porque no se han preocupado nunca. El arcipreste de Hita o las jarchas no están de moda y no se escribieron en inglés, mal que les pese. Y tampoco los Cohen van a hacer una película sobre juglares, ya saben, esos señores que se dedicaban a cantar por las aldeas hermosísimos cantares de gesta. No les apetece ponerse al día de esas cosas, para qué. Son propias de académicos, dicen, como si conocer nuestra tradición literaria no fuera obligación de cualquiera, o peor aún, como si ser académico no fuera el sueño de todos los que desprecian la pompa sobre todo si es ajena. Un poco de humildad, hombre. Nadie innova en una corriente que lleva arrastrando palabras hace siglos. Les guste o no, somos gotas en el río inmenso de los que escriben en español. A veces hay que remontar ese río y volver a las fuentes para saber que nuestra tarea consiste en urdir historias para otros, historias que fueron antes orales, anónimas y pertenecían al pueblo. O sea, hablar de literatura adaptándose a quienes te escuchan no es trivializarla, sino devolverla a su origen, a esa época en que el autor no era nadie y el público, todo. Lo importante son las palabras y quien las lee o escucha. Creerse por encima va contra la historia y además es estúpido. Los lectores y el auditorio son lo importante. Y no pueden ser despreciados. Un respeto.